El final del confinamiento abre –al menos en lo simbólico– una nueva etapa en estos tiempos asesinos marcados por el coronavirus, pero en lugar de tranquilizarnos alumbra nuevas inquietudes. Salimos del encierro practicamente como entramos: sin saber absolutamente nada de la pandemia, que lejos de haber cesado se multiplica con una eficacia antológica en América, África y otros países. Los contagios se replican en España –donde la sordina oficial viene silenciando la envergadura real de la enfermedad desde el primer día–, Alemania y otras zonas de una Europa muda ante el desafío. La OMS, tan cuestionada en esta crisis, advierte: “La epidemia se está acelerando. Tendremos que convivir con ella al menos dos años más”. La normalidad parece haber pasado a la historia, mientras Sánchez I, el Insomne, presume de todos los contagiados que han sobrevivido –no se han salvado; muchos sufren secuelas– y ordena una suerte de barra libre de movimientos, actividades y concentraciones de personas, a sabiendas de que el problema sanitario no tiene solución hasta que se descubra una posible vacuna. Si durante los primeros días de la crisis nos gritaban quédate en casa –en realidad querían decir muérete en tu domicilio–, aplicando un darwinismo atroz y negando incluso la asistencia hospitalaria a ancianos y enfermos que llevan toda la vida cotizando, el nuevo lema –por supuesto, no verbalizado– parece ser puedes moverte, pero si te contagias es cosa tuya.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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