“Es la vanidad tan vana, y el mundo tan mundo, y los perdidos tan perdidos, que con deseo juvenil velan por alcanzar una cosa y después se desvelan por salir de ella”. En España, donde nunca tuvimos un Montaigne, tenemos a Antonio de Guevara, preludio del ensayismo que tantas glorias literarias ha dado después a nuestras letras patrias y tan escasa cosecha ha recogido en los ámbitos políticos y sociales, donde el simple hecho de pensar se ha visto siempre como un grave pecado capital. Ya se sabe: en las tierras indígenas la mentalidad debe ser ancestral y primitiva. Lo que cuentan son las certezas, no las dudas; no digamos ya las abstracciones.
El caso es que, a pesar de este escaso predicamento, Guevara, que era un obispo singular y con hondas pretensiones humanistas, nos ha legado algunos de los mejores tratados de recomendaciones sobre el gobierno de las gentes con los que cuenta la cultura española. Son libros extensos, deslumbrantes y dotados de una erudición tan falsa como efectista: al igual que Montaigne, el mítico sacristán pensionado de Mondoñedo pecaba de un extraordinario amor por las citas porque pensaba que no bastaba con decir lo que se sentía, sino que convenía que otro lo hubiera sentido primero. Suele ocurrir justo así: la vida ya le ha ocurrido antes a alguien en algún otro sitio.
En su primera obra doctrinal –Libro Áureo de Marco Aurelio– Guevara construye un misal político para el emperador Carlos V, al que llamaba su cesárea majestad, por si no había quedado suficientemente claro su vasallaje ferviente. Y lo hace siguiendo la tradición de otros muchos intelectuales del Renacimiento, que recomendaban a los gobernantes pautas para administrar el poder como una forma moderna de influencia. El milagro de los siglos ha hecho que muchos de estos volúmenes perduren sin achaques. Tanto que tienen mucho que ver con el caso que ahora ocupa tanto tiempo y produce tantos desvelos en Andalucía: la renuncia voluntaria al poder supremo. En muchos de los comentarios que se escriben sobre el particular –pareciera que no existe otra preocupación– se manifiesta sorpresa por el ritual elegido, se citan las formas, se discute la premura y hasta se dirime la manera de aplicar el excelente consejo estoico que Marco Aurelio incluyó en sus Meditaciones y que debería ser ley para casi todos los hombres: “Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo”. Una recomendación realmente suprema porque no es moneda corriente, claro.
El poder, además del dominio y la capacidad para ganarse afectos y crearse enemigos, es sobre todo una patología. Quien la disfruta rara vez renuncia a ella incluso a pesar de que la edad aconseje hacerlo. Los reyes no abdican. Quizás por eso las renuncias voluntarias acostumbran a revestirse de lirismo: nadie en su sano juicio abandona la cúspide por propia voluntad si antes no ha sido derrotado. En realidad, ambos factores pueden llegar a coincidir porque, en el fondo, no son conceptos antagónicos. Se puede renunciar al mando supremo –sobre todo en las sociedades tribales, donde la independencia personal se mira como un defecto– simulando un desprendimiento que quizás lo que busca es ocultar una derrota íntima que, como todas las heridas, no conviene enseñar demasiado. ¿Es el caso de Andalucía? Más allá de las cábalas sobre cómo se diseñó la sucesión en San Telmo lo llamativo, al menos en mi opinión, es que en ella no hubo, al menos a primera vista, ninguna consideración sobre los males que azotan a la patria, sino tan sólo la conveniencia partidaria o estratégica de cómo traspasar el poder de la tribu. Pura vanidad, en realidad.
La fama y la vida, nos advierte Guevara, son elementos en conflicto: si uno ambiciona el poder puede llegar a perder la vida; quien valora la existencia –que no consiste en perdurar, sino en aceptar la incertidumbre– tiende a relativizar el concepto que los demás tienen de su persona. A quienes no comprenden la renuncia presidencial bajo otro argumento distinto al del cerco judicial –que es tan cierto como insuficiente– habría que recordarles aquello que se decía en Roma: al vulgo (el pueblo) no le importa demasiado la justicia si lo que está en juego es el favor. Dicho de otra manera: la marcha del César deja de ser trágica si lo que se perpetúa es un gobierno basado en determinados valores. El César es contingente; sólo el imperio –hasta que se derrumba– tiene vocación de eternidad. En la renuncia que en su día tanto que hablar sospecho que existen tantos elementos de vanidad como de sabiduría. Unos ponderan los primeros; otros exaltan los segundos.
En realidad se trata de una mezcla: la vanidad de los gobernantes es lo que les lleva a ambicionar la fama en vida y también, como nos enseña Guevara, a “querer olerla camino de la sepultura”. “¡Qué mudada está Roma, no sólo en los edificios, pero aun en las costumbres, al verse poblada de lisonjeros y despoblada de hombres que osen decir las verdades!”, escribe el ensayista sobre los años previos a la caída del imperio romano. Se percibe un cierto paralelismo: cuesta escuchar algunas evidencias y, en cambio, las lisonjas se han convertido en el pan nuestro de cada día, en la oración de los dependientes, en la plegaria de los que ambicionan sobrevivir en mitad del marasmo.
Mientras la ceremonia de la herencia se desarrolla en los salones de los palacios, entre multitudes endogámicas, la calle arde bajo el azote del viento de Levante y la desesperanza crece. El nihilismo se convierte en el único rancho del cuartel. Ya ni siquiera podemos, aunque quisiéramos, creer en algo puro. Es demasiado tarde. Nos hablan de “un tiempo nuevo”. Uno, escéptico, interpreta el presente gracias al pasado y se queda asombrado de cómo la historia no deja nunca de ser la maestra perfecta de la vida. Marco Aurelio: “El imperio no es cosa que se deba dar por merecimiento de los muertos, sino por las buenas obras que hiciesen los vivos. Roma estará perdida cuando la elección (del César) fuere quitada al Senado y el emperador heredare el imperio por patrimonio”.
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