Los poetas, antes de convertirse en inquilinos del monte Parnaso o quedar encerrados y mudos para siempre en el interior de las estatuas, son –acaso siguen siendo– personas indudablemente terrestres. Igual que cualquier otra. Lo que los ha convertido en inmortales, condición que no deja de ser una suerte de ficción transitoria, es su talento para transformar sus experiencias humanas, comunes a todos nosotros, en arquetipos universales a través de la práctica de las bellas artes. En el caso de la poesía, la primera y mayor de ellas, este proceso alquímico obra su magia mediante el infalible poder de las palabras. Osip Mandelstam, poeta ruso, lo formula así en su breviario Coloquio sobre Dante (Acantilado):
“El discurso poético es un proceso cruzado y se genera a partir de dos sonoridades: la primera, audible y perceptible para nosotros, consiste en la transformación de los instrumentos que surgen en el transcurso de su impulso; la segunda sonoridad la constituye el propio discurso; esto es, el trabajo fonético y entonacional realizado por esos instrumentos”.
Parece una descripción técnica, pero también es exacta.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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