La tribu catalana, beligerante por tradición histórica, igual que los galos, ha salido a la calle para exigir su independencia –el derecho a decidir debe parecerles a estas alturas poca cosa– con tanto éxito de público como falta de delicadeza hacia el resto de los indígenas patrios, que estamos perplejos por la espontánea capacidad para mover masas de la sociedad civil catalana. Aunque, más que civil, se nos antoja como un ejército vestido de amarillo y rojo, militante –en el soberanismo, al menos– y animado sin rubor alguno por los múltiples minifundios de la Administración catalana, que en estas cosas de la identidad, sobre todo si es de índole presupuestaria –todos cobran del mismo sitio–, no difiere en demasía de las costumbres de las repúblicas más meridionales, como la nuestra.
Pues bien: los indígenas de nuestra particular Padania, espejo del mismo fenómeno que también se reproduce en el Norte de Italia, esa parte del país que siempre ha despreciado al mezzogiorno por considerarlo pobre y caluroso, proclaman, con niños y banderas por los caminos de las aldeas, que ellos quieren a toda costa seguir siendo indígenas. Para algunos, tal enunciación sentimental es un hecho trascendente que debería tener repercusión inmediata en el ámbito político. Esto es: servir para romper amarras de una vez con España ahora que las arcas del Reino están quebradas y el país intervenido de facto por el capitalismo continental.
Desde luego, no podían haber elegido mejor coyuntura para divorciarse del Estado, al que las élites catalanas siempre han contemplado como un enemigo con el que había negociar no porque en realidad lo sea, sino porque su único programa desde el siglo XIX consiste justamente en sustituirlo. El régimen paralelo de la autonomía ya no les sirve. Ni siquiera la nacionalidad histórica les basta. En su ADN no palpita ni una gota de anarquismo, ni siquiera la acracia tranquila de la que habló Borges una célebre tarde bonaerense, sino tan sólo una obstinación cerril e incomprensible que consiste en construir un Estado-Nación con demasiados siglos de retraso. Justo en pleno mundo global, interconectado y postmoderno.
Las marchas soberanistas son muy vistosas. Juega a su favor el potente efecto escénico que produce el hecho de que una multitud salga a la calle un mismo día a una misma hora para celebrar con orgullo su condición tribal. Curiosamente, no todos ellos han tenido la oportunidad de elegirla, pero este es otro tema. Conviene ser cauto al enjuiciar estos fenómenos porque este tipo de reivindicaciones incurren casi siempre en el mismo defecto: se consideran la representación única de una sociedad que, digan lo que digan los políticos, no está formada más que por individuos particulares. Las estadísticas demográficas dicen que en Cataluña viven más de siete millones de personas. Los independentistas movilizaron en su día a más de un millón desde el Norte al Sur de su particular Padania. Las fronteras, por supuesto, las decidieron ellos. Viendo semejante desfase matemático, y pese a todo el aparato teatral, similar al de una muralla china, uno tiene la sensación de estar frente un ritual anacrónico. ¿Por qué una sociedad inteligente sigue confundiendo las raíces con el sentido común?
Es cierto que no estamos ante una cuestión sencilla. Pero, al contrario de lo que se acostumbra a decir, la Diada no fue un puro ejercicio sentimental, sino una reivindicación formal para implantar por la fuerza de los hechos consumados un fuero fiscal diferencial y definitivo –en eso se sustenta cualquier proyecto de soberanía– que, de aceptarse tal y como se plantea, a la manera del País Vasco o Navarra, perjudicará al resto de regiones españolas, especialmente a Andalucía. Aquí topamos con una cosa más seria: los sueños tribales de unos no pueden ir en detrimento de otros. La cadena independentista no pedía el derecho a tener voz propia. Cataluña la disfruta desde hace tres décadas. Lo que demandaba, disfrazándolo con una poética decimonónica, es el privilegio para abrir la cartera de todos y quedarse con los ahorros familiares. Bajo las imágenes épicas del pueblo en marcha, entrelazadas las manos por las extensas carreteras del hogar, existe un plan concreto: expropiar el 20% del PIB nacional en favor de su causa tribal. Un delirio.
Si Cataluña desea independizarse debería hacerlo con cargo a su propio bolsillo, no al nuestro. Vista desde el Sur, la deriva secesionista de la Padania patria se antoja un perfecto dislate porque pretende romper la caja de caudales de un Estado que, siendo bastante imperfecto, al menos defiende un cierto equilibrio para repartir las monedas existentes. Ningún nacionalismo, en realidad, tiene nada que ver con el corazón. Su idea de patria se reduce a un extracto bancario. Cataluña, en estos momentos, no puede sino elegir entre dos dependencias distintas: o la estatal o la que beneficiaría a sus clases dirigentes. Las mismas que han dejado a su amada patria endeudada hasta las cejas.
Nadie arruina aquello que realmente ama a menos que tu negocio consista en lucrarte a costa de incitar confusión mental de los patriotas. La Cataluña que reclama la independencia está en situación de quiebra técnica por la gestión de sus propias élites, su deuda es igual a la de un bono-basura y parte de su nomenclatura está siendo procesada por enviar a Suiza algunas de las plusvalías obtenidas gracias a su amor al terruño. La tierra engancha, pero el dinero atrapa más. José Martí, el escritor cubano, decía que la felicidad de un pueblo descansa en la independencia individual de cada uno sus habitantes. No se me ocurre mejor definición para explicar la verdadera libertad, que es la que disfrutan las personas, no las tribus. De nada sirve agitar una bandera y cantar un himno si los hijos de los patriotas se mueren de hambre. Y eso, en Cataluña, ya está sucediendo.
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