El señuelo saltaba a la vista, pero al final ha resultado ser como una especie de traicionero boomerang. El alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, incendió esta semana las redes sociales con un comentario en contra de la utilización de la imagen de la Macarena (la Virgen) en un cartel diseñado para presentar una revista satírica, de nombre Mongolia. No fue un mero desliz verbal o personal, sino una decisión de gobierno. Casi formal. Al mismo tiempo que su comentario suscitaba todo tipo de comentarios en el mundo virtual, su concejal múltiple, Gregorio Serrano, que lo es también de Fiestas Mayores –en Sevilla ninguna fiesta puede ser menor, ni íntima, ni sin tambores– equiparaba el respeto a las imágenes religiosas (subjetivo, obviamente) con la libertad de expresión (objetiva); una asociación conceptual, cuando menos, singular, porque la libertad de expresión es cosa de todos y la devoción religiosa no pasa de ser una materia de elección libre y voluntaria. Hasta ahora, claro. Porque para el gobierno de Zoido (Juan Ignacio) parece haberse convertido en obligatorio pensar de una determinada manera si uno quiere considerarse realmente sevillano. Será que todos los que no participamos de su profundo sentido religioso, habiendo nacido además extramuros, no somos en realidad de aquí, como suele decirse por estos pagos.
No seamos inocentes. La discusión sobre el particular, en la que han terciado todas las partes del ecosistema de medios hispalense, estaba teñida desde el principio por un evidente oportunismo político. Cosa normal, en el caso del gobierno local: la institución que había cedido el edificio donde se presentaba la revista –la Diputación– está gobernada, todavía, por los socialistas, lo que, al parecer, según el estratega de las huestes populares, es motivo suficiente para coger la bandera y la cruz, y hasta la espada de dos filos, y acudir a la cruzada religiosa a la manera hispalense. Siempre con Dios por delante.
Séneca, que era un sabio, dejó escrito justamente todo lo contrario a modo de advertencia:
“La tolerancia ante las ofensas es un instrumento inapreciable para la conservación de un reino”.
Excelente consejo, aunque en Sevilla algunos no lo sigan. La superlativa reacción institucional de Zoido a la anecdótica presentación de la revista Mongolia fue justamente lo que convirtió el episodio en materia de controversia pública. Una muestra, de nuevo, de que la falta de ideas en el Consistorio provoca que cualquier banalidad termine formando parte de la agenda política oficial de la ciudad. Verdaderamente terrible.
Aunque también puede ocurrir, no hay que descartarlo del todo, que este suceso, además de infantil, que lo es, responda a la voluntad oculta de tapar con ruido –algo tan sevillano– otras muchas cuestiones escasamente nobles, como por ejemplo el serio problema que representa el frente de guerra que los sindicatos municipales amenazan con levantar contra el alcalde tras haberse reunido varias veces con su edil de Hacienda, a la que no le profesan precisamente eso que llamamos amor. El gran ajuste municipal, tan temido por los funcionarios, ha comenzado a transitar su largo sendero, si bien en cámara lenta. Poco a poco. Por empresas. La reacción inmediata ha consistido en un alud de protestas y una convocatoria de huelga (del servicio de recogida de basura) que puede terminar por destruir la imagen de Zoido como el hombre que dialoga con sus propios trabajadores sin descanso. Día y noche.
Convendría preguntarse, de todas formas, qué ofende más a los sevillanos, si los actos supuestamente provocativos de una empresa editorial dedicada al humor satírico –convertidos en pecados mortales únicamente por aquellos que han convertido las imágenes religiosas sevillanas en marcas registradas, como si fueran patentes– o que los servicios públicos municipales no funcionen como debieran, que la ciudad siga sucia, que el autobús no llegue a su hora a la parada o que los colegios públicos carezcan de calefacción.
Ninguna de estas cuestiones parece sagrada para el Ayuntamiento. Ni siquiera son tenidas demasiado en cuenta. Sin embargo, son por las que los sevillanos, con independencia de su credo, pagan, y no precisamente poco, sus impuestos. Es curioso. Muy curioso. Los clásicos aconsejaban que, ante aquellos que se muestran airados o escandalizados por algo, en lugar de dejarles mostrar su ira, lo correcto era reprimirla. ¿Por qué? Porque en realidad, con este ardid, lo que deseaban es que todo le fuera permitido.
Volvemos a Séneca:
“Quien se conoce a sí mismo no venga un ultraje porque no lo percibe. Igual que los dardos rebotan en los objetos densos y los sólidos son golpeados con dolor de quien los quiebra, ningún ultraje infunde su sensación en un gran espíritu”.
Evidentemente, la filosofía estoica no debe ser la lectura favorita en la Plaza Nueva. Tampoco vamos a ponernos tan estupendos. Lo diremos de otra forma. A la manera de Pepe Guzmán, maestro de los periodistas sevillanos que tuvimos la inmensa suerte de conocerlo, que lo hubiera explicado –de hecho lo hizo en un famoso artículo– de forma bastante más divertida:
“Si Mongolia [el país] pidiera la extradición, nos quedábamos solos”.
Y tanto.
Javila dice
Enhorabuena, de nuevo. Este gobierno municipal tiene la rara habilidad de elevar lo anecdótico a categoría «esencial», como depositarios de esas supuestas esencias ciudadanas. No sé si, como dice en su artículo, para desviar la atención del personal, o por simple torpeza. El caso es que, partiendo de una táctica tan antigua como eficaz de agitar la muleta para que embistan, los responsables de la revista Mongolia han conseguido publicidad gratuita.
Por otro lado, como bien dice, es curioso como se produce esa apropiación de devociones importantes para muchos sevillanos, aquellos cque se escandalizan por algo tan inocente y sin seso, como la portada de marras, cuando no se escandalizan de la utilización burdamente mercantil de esos mismos símbolos que consideran sagrados. En fin, la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.