La Unesco, dentro de su calendario oficial de celebraciones planetarias, estableció en 1999, que es casi como decir anteayer, que el 21 de marzo debe ser el Día de la Poesía, esa diosa esquiva. Eligió para tan ilustre conmemoración el equinoccio de primavera, suponemos que por aquello de vincular el espíritu lírico con la estación que mejor simboliza el renacer de la vida, tras el otoño y el invierno, periodos del año relacionados con el crepúsculo. Como todas las efemérides, estén o no sustentadas en hechos históricos, se trata de una convención: es una manera de recordar que existen hechos culturales que merecen ser celebrados, lo cual no implica que sean asumidos de forma ciega. La poesía existe desde el origen de los tiempos como una forma de expresión humana que, en contra de lo que suele pensarse, no es artificial, sino absolutamente natural. Los primeros balbuceos de la civilización son poéticos en sentido estricto: una creación espontánea, no sujeta a reglas, que transmite sentimientos íntimos y, en ocasiones, logra algo tan difícil como emocionarnos. Nada que ver necesariamente con el ejercicio del verso –tradicionalmente considerado su vehículo esencial– ni con el arte de las combinaciones estróficas y las sílabas medidas.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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