Del periodismo como género literario se han escrito tantas sandeces (ésta es sólo una más) que uno no puede resistirse a incrementar la lista. Ser original, en esto, como en cualquier otro campo del saber, resulta imposible porque, como nos enseñaron los clásicos, en la aparente originalidad no reside la semilla ni de la literatura ni de ninguna de las artes. Todo es plagio creativo. Lo diferencial es el tratamiento, la forma, el estilo con el que se plagia.
Hace unos días pasó por la capital del Reino de las Españas Gabriel García Márquez, que es el último de los escritores estelares del siglo. Cansado quizás de ser una estrella, ha decidido volver al periodismo en forma de libro. En cierto sentido, nunca ha dejado de ser el mismo oficio que la literatura: contar historias propias. Algunos dicen que lo hace por añoranza, otros sostienen que es por melancolía. Intuyo que la causa real es el agotamiento. Las verdaderas fábulas sólo funcionan si parten de la realidad, infinitamente más rica que cualquier fruto de la invención humana.
García Márquez dejó los periódicos por lo mismo que los estamos dejando todos: porque ellos (su industria, más bien) cada vez da peor de comer, aunque reporte disgustos egregios y triunfos secretos. El periodismo está –o estaba– en los periódicos de papel. Ni en las facultades, ni en la radio, ni en la televisión. Aunque todos estos ámbitos lo rozan, también están contaminados por otras disciplinas, como la pedagogía y el espectáculo. Hace tiempo que el Nobel colombiano dejó de ver en la prensa diaria los atributos del verdadero periodismo, que es el catre en el que la literatura terrestre y la actualidad se acuestan durante una noche –nada de fidelidad: esto es un adulterio– juntas.
El escritor es muy crítico con los diarios hechos con retales y declaraciones de políticos, datos sin contexto, jerarquías caprichosas y sin explicación y prosas sin argumento, sin olvidar esos escándalos inflados que animan a una parte de la profesión que confunde contar con denunciar. “El reportaje es el último elemento de competición de la prensa contra la televisión y la radio”, proclama el Nobel. La prensa recogió sus palabras pero siguió sin hacer reportajes en profundidad, lo cual no deja de ser la demostración de que es más sencillo citar la opinión de alguien, o publicar sólo entrevistas, que es el recurso habitual de los periódicos sin ideas, que forjarse una voz con criterio propio.
La escritura en prensa cada vez tiene menos devotos. Empezando por los propios periodistas, incapaces de darnos cuenta de que cualquiera podrá pronto hacer parte de nuestras antiguas funciones, como denunciar un escándalo o emitir una opinión personal. Lo que no puede hacer nadie, salvo un periodista profesional, es escribir, contextualizar y analizar la realidad inmediata como un sonetista: esto es: respetando las leyes de la métrica y sin ofender ni a la verdad ni a la inteligencia colectiva.
Cuando un periodista deja de pensar y se limita a reproducir es cuando renuncia a su oficio, aunque siga trabajando –a soldada– bajo las órdenes de caudillos editoriales. El último refugio de un periodista, como dijo Blas de Otero, es la palabra. Los reportajes bien hechos necesitan tiempo y cuestan dinero. Suele decirse que son muy caros, pero es mentira: cualquier informe empresarial cuesta tres veces más y está lleno de más lugares comunes. Si dejamos de pensar y escribir nuestra visión del mundo para limitarnos a repetir lo que otros nos cuentan en favor de sus intereses es cuando tendremos los días contados. Los periodistas y los periódicos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[22 septiembre 1995]
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