No existe una tarea intelectual más difícil –y usamos este término de forma plenamente consciente– que escribir con sencillez y honestidad retórica. En el ejercicio de la escritura, esa condena de galeotes, lo más natural, paradójicamente, es aquello que no lo es: caer (sin remedio) en el pecado mortal de la grandilocuencia. Quienes no están acostumbrados a enfrentarse al papel en blanco con una actitud profesional tienden en cuanto se presenta la más mínima ocasión –o la obligación– a ponerse estupendos, venirse arriba de inmediato y adornarse en exceso. Suele pasar, sobre todo, cuando uno cree que va a decir cosas trascendentes. El resultado es una prosa con sobrepeso, incapaz de coger el vuelo (incluso con el viento a favor), que no fluye y que, para colmo, envejece mal. Siempre. Si repasamos la nómina de los supuestos grandes estilistas de nuestra literatura más reciente, esta ley se cumple de forma inmisericorde: muy pocos de ellos son legibles pasadas unas décadas. Unos, porque en realidad nunca fueron buenos; sólo lo parecían. Y otros, porque obviaron que con el transcurso de los días el lenguaje cambia –igual que nosotros– para siempre, convirtiendo en añejo lo que se creía novedad. De ahí que muchísimos escritores que en su día fueron criticados (sobre todo por sus propios contemporáneos) por escribir de forma deficiente sean los que mejor han soportado el desgaste de los años. Es el caso de Baroja. O también el de Roberto Arlt, escritores plebeyos que decían lo que sentían sin detenerse en adornos o imposturas, buscando la fuerza de la sinceridad y la expresión que brota espontánea, clara y diáfana.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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