“Quien se atreva a escupir a la muchedumbre se convertirá en su legislador”. Es una frase antigua que parece –y lo es– una descripción contemporánea. El pretérito no está muerto ni enterrado. Habita en el presente. El cadáver de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881) reposa desde hace más de un siglo bajo el busto que preside un túmulo, diseñado con la vana grandilocuencia decimonónica de la vieja Rusia finisecular, en el camposanto adyacente al monasterio Aleksandr Nevski, en la antigua Petrogrado. Horas antes de recibir sepultura, Ivan Kramskoy le hizo un dibujo ortodoxo donde se aprecia el último gesto, sereno, casi pacífico, que emergió justo después del tormento. Resume el cándido final de una vida infernal. El novelista de San Petersburgo –que nació en Moscú– aparece con los ojos cerrados, la tez blanca y su característica barba asilvestrada. Estrenando sin duelo el sueño infinito. Es una de las imágenes con las que ha pasado a la posteridad. Hoy, 140 años después de aquel último amanecer, otro retrato, el que le hizo Vasily Perov en 1872, cuelga como un afiche en las tiendas de muebles minimalistas, que la incluyen en sus catálogos con un filtro de color rojo sobre un fondo neutro. Semejante combinación traslada a quien la contempla un mensaje rotundo: “el muerto que veis goza de una indudable salud”. Es verdad: muchos de nuestros iguales tienen menos vida que este oscuro predicador de la condición humana.
Las Disidencias en Letra Global.
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