“Las canciones son como los sueños: debes luchar por hacerlas realidad”. A finales de los años ochenta, meses antes del cambio de década, después de tres décadas sobre los escenarios, tras pasar en unos años desde las mesas desvencijadas del Café Wha –uno de los templos del Village de los sesenta, lleno de beatniks y ratas– a llenar teatros, vender millones de discos, amasar una fortuna, mandar a la mierda a su público, retirarse, enseñar ante una inmensa multitud de desconocidos sus heridas más íntimas y asombrar al mundo, Bob Dylan sentía que la vieja carretera había llegado a su punto final: estaba exactamente en ninguna parte. Se había convertido en una efigie. Santificado en vida, era el mármol (sagrado, pero gélido) de una estatua. Abusaba del alcohol y del tabaco. Su vida sentimental derrapaba y, aunque vivía rodeado de oro, con granjas y barcos, su ánimo equivalía al de un ermitaño. Publicaba discos y hacía tours con amigos –Tom Petty & The Heartbreakers, The Traveling Wilburys o Grateful Dead–, aunque se sentía “congelado en el tiempo secular de un museo”. Era tan inmortal como Homero, pero sus hexámetros evocaban la epopeya de unos días difuntos. Igual que Rimbaud, a medidos de los sesenta alcanzó el fuego sagrado de los dioses, pero, cual némesis del poeta de Charleville, había cometido dos errores imperdonables: no se había muerto ni retirado y su imagen de enfat terrible –que nunca respondió a su verdadera pulsión interior– daba paso la de un predicador bíblico, seducido por el evangelismo cristiano debido a una profunda crisis espiritual. No direction home. Nada conectaba con nada. Continuaba vivo, que era un gran inconveniente para sostener en el tiempo cualquier progresión mítica. “Mis interpretaciones eran rutinarias y la liturgia me aburría”. La brújula estaba rota.
Las Disidencias en Letra Global.