“¿Qué nos lleva a pensar, cuando una canción entra en modo narrativo, que de pronto el cantante nos está contando la verdad”. La música popular es la epopeya –prosaica– de la vida vulgar, que es el rasgo esencial de la época moderna, antítesis (humanizada) del mundo de héroes, mitos y leyendas de los antiguos y de las profecías, misterios, inciensos y salmos de los oscuros tiempos de la Edad Media. Las canciones son –o al menos lo fueron hasta hace no demasiado tiempo– nuestros romances: poemas fragmentarios desgajados de la épica de arte mayor, y para algunos la prueba de nuestra decadencia, que recogen motivos e historias transmitidas oralmente. Narraciones sobre lo que un día fuimos. Crónicas de lo que somos. Los filólogos estudian los romances como arqueología verbal: monumentos derrumbados de un edificio mucho mayor, esquirlas de una forma de decir y cantar anhelos e impotencias. Los expertos, igual que Nabokov con las mariposas, los clasifican en colecciones venerables, pero distan de estar muertos. En su interior aún palpita la chispa que los hizo nacer: el fuego de una celada, la ira de una traición, la pérdida de cualquier Alhama, un amor perdido, una idealización destrozada por la realidad. Acaso no pase demasiado tiempo para que quienes nacimos con el mundo moderno veamos cómo las canciones que explican nuestra vida se convierten en extraños objetos de museo. Progresiones de acordes desconocidos y anacrónicos. Composiciones complejas gracias a su simplicidad. Melodías disonantes.
Las Disidencias en Letra Global.
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