Probablemente quedará reseñado en los libros (menores) de historia local. Dos años largos después de su rotunda victoria en las urnas, Zoido (Juan Ignacio) parece haberse dado por fin cuenta –laus deo– de que gobernar Sevilla con cierta altura de miras, en vez de con el habitual sectarismo sociológico, puede ser no sólo mucho más útil para todos, sino bastante más fructífero para él mismo si lo que pretende es volver a ganar las elecciones con alguna garantía de no hacer el ridículo. Acaso sea ya demasiado tarde, pero el regidor ha sorprendido esta semana en su discurso de inauguración del X Festival de Cine con una intervención de corte ecuménico en la que reivindicó la vigencia del certamen cinematográfico por encima de los cambios políticos que puedan sucederse en el seno del Ayuntamiento.
Teniendo en cuenta que nuestro festival de cine no es nada del otro jueves la defensa de Zoido del certamen cultural, sobre todo teniendo en cuenta el cariño declarado que el PP tiene a la gente del oficio del espectáculo, parece obedecer más a la necesidad de volver a tender puentes con el gremio cultural sevillano, del que el regidor siempre ha estado bastante distanciado por elección y carácter, que a una honda convicción. Bien está, de cualquier forma. No es que Zoido quiera reconciliarse con los culturetas, que quiere, es que de hecho necesita hacerlo con ellos y con media Sevilla. Probablemente porque buena parte de sus votantes de hace dos años ya no lo son.
Si es cierto que obtuvo la Alcaldía gracias al voto prestado –los 20 ediles son una prueba bastante verosímil– la tesitura electoral actual señala, en cambio, que su interés por mantenerla está seriamente en peligro precisamente por el notable desafecto que su gestión ha cosechado en apenas la mitad de su mandato. Habría que preguntarse por qué el regidor no apostó desde el inicio de su etapa política por esta actitud centrista, inteligente, razonable. No lo llamaremos estadista porque ni lo es ni parece que vaya a serlo nunca, pero el sentido común que algunos creyeron que tenía mientras estuvo en la oposición debía de haberlo llevado hace mucho tiempo al convencimiento de que lo que la ciudad pedía, tras la larga etapa de Monteseirín en la Alcaldía, era un gobierno eficaz que fuera capaz de mantener aquello que funcionaba, mejorar lo que no lo hacía y, como mínimo, mantener la ciudad funcionando de forma razonable.
Nada de esto ocurrió. Los dos años de mandato de Zoido se han caracterizado, sobre todo, por la propaganda barata y una afición al sectarismo bastante intensa. Superlativa. Los argumentos de fondo parecían no importarle demasiado a su equipo. El único mantra del gobierno popular era demostrar que habían llegado a la Alcaldía mediante unos golpes de efecto tan ridículos como gratuitos: organizar la innecesaria Copa Davis –con un sobrecoste millonario y escaso respeto a la normativa de contratación–, derogar el Plan Centro, cambiar algunas farolas, predicar la Semana Santa por las redes sociales, poner nombres de calles a los capataces de las cofradías, organizarnos cuentos de hadas con forma de mappings o destruir y relegar todo lo posible la parte buena de la herencia previa: la Alameda, el carril-bici, los programas culturales.
Ni siquiera cuando decidió otorgar el título de hijo predilecto de la ciudad al ex presidente socialista Felipe González el ecumenismo de Zoido se notó por ningún lado. La intención real del regidor era que en los barrios de sociología socialista, hartos de Monteseirín, pero decepcionados también muy pronto con el cambio populista que vendió aquel Zoido de cazadora roja que iba en furgoneta a los distritos, pensaran que el alcalde no se había vuelto definitivamente distinto a la imagen bonachona e inocente que proyectaba antes de llegar al poder. Por así decirlo, el homenaje a González le hacía mucha más falta a Zoido que al ex presidente del Gobierno.
No creo, en todo caso, que Zoido haya sido objeto de una conversión repentina, al estilo de Pablo de Tarso. Él es un hombre de creencias tradicionales y con cierta querencia evangélica que le lleva a preferir la biblia al derecho administrativo, y los profetas a ilustrados como Montaigne. Más bien se trata de hacer virtud (dentro de posible) de la necesidad (electoral) vigente. Por eso el PP dice que nos va a bajar los impuestos (no lo ha hecho del todo, en realidad) y quiere recuperar el terreno perdido en el mundo de la cultura para evitar que sus 20 ediles se queden en menos de 17, combinación aritmética que lo haría pasar de la cima a la sima en un tiempo extraordinariamente corto. No es que el ecumenismo esté mal. Qué va. Todo lo contrario. Nos gusta mucho. El problema es que llega a destiempo. Y eso siempre es sospechoso.
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