Josiah Warren, un músico bostoniano del siglo XIX, nacido en el seno de una familia burguesa, está considerado como el padre intelectual del comercio justo, que es aquel que se consuma mediante la libre voluntad de las partes en función de los costes reales de una mercancía. Es la primera forma conocida de economía cívica. Y una de las vías más pacíficas que existen para ejercer la libertad individual frente a los inevitables deseos de sometimiento ante los demás. Sobre todo en la Norteamérica más temprana, tierra generosa a la hora de suministrar muchas historias vitales de seres extraños, y en apariencia locos, capaces de renunciar a su origen para alcanzar el sueño de ser ellos mismos contra viento y marea.
Quizás el caso más famoso es el de Henry David Thoreau, agrimensor, fabricante de lápices, profesor de gramática aficionado y filósofo obstinado, partidario convencido de la desobediencia civil y famoso por irse a vivir solo –al modo espartano– a una cabaña del bosque para hacer frente «a los hechos esenciales de la vida». Sobre sus experiencias nos dejó un hermoso libro: Walden, Life in the Woods(Ticknor & Fields, Boston, 1854). Warren es un caso análogo: vástago de una estirpe enriquecida gracias a la compraventa, se transformó por voluntad propia en el primer anarquista de mercado, defensor del mutualismo e incansable predicador del individualismo —do it yourself— como método válido de vertebración social.
Al igual que otros pioneros de América del Norte, el continente al que Walt Whitman cantó con sus versos libres, era pacifista y rebelde, dos rasgos perfectamente acordes con una filosofía que entiende la sociedad como suma de individuos en lugar de como tribu. Warren, además de músico, era un apasionado de la mecánica, afición que lo convirtió en industrial: gracias una patente propia creó una fabrica de lámparas de manteca en Cincinnati capaz de producir artilugios generadores de luz artificial a un coste menor y con mejor calidad que las lámparas de sebo, consideradas entonces un artículo de lujo. Influido por las ideas de Robert Owen, un reformista social británico, vendió su fábrica, trasladó a su familia y se incorporó en 1825 a la comuna de New Harmony (Indiana), fundada por Owen para vivir de acuerdo con los ingenuos ideales colectivistas. La experiencia resultó un absoluto fracaso. Warren se preguntó las razones. Y las encontró: la creación de la comunidad había sido financiada por el mecenas británico en lugar de por sus miembros. Entonces aprendió la gran lección: el ser humano no valora lo que no logra con su propio esfuerzo. Dicho de otra manera: la propiedad individual es el cimiento de la responsabilidad de las personas.
Dos años más tarde decidió montar una utopía libertaria bajo la forma de una tienda: abrió un local donde vendía productos al precio de adquisición más un recargo máximo del 7%, justificado para cubrir los costes generales del comercio. El negocio nunca produjo beneficios, pero tampoco quebró. Su objetivo era ensayar el primer banco de tiempo. La única forma de capital que aceptaba era tangible: el trabajo. «El comercio justo no amuebla ninguna oficina para el ambicioso, ni ofrece oportunidades a quienes deseen elevarse por encima de las personas y las propiedades de los demás», escribirá. Su tienda del tiempo, incluidos sus famosos billetes de trabajo, no era un proyecto mercantil. Se concibió como un experimento para testar la eficacia de sus creencias. Cumplida su función, el músico la cerró para fundar el primer diario anarquista de Estados Unidos —El Revolucionario Pacífico— y crear comunas individualistas donde la propiedad, en vez de compartida, era garantizada a título particular. A una de ellas, con un peculiar sentido de la predestinación, la bautizó con el nombre de Modern Times. Acaso fuera la mejor muestra de la firme convicción que tenía en sus ideas. Sobre todo en una: las reformas sociales siempre parten de los individuos, nunca de los gobiernos.
Su ideario está en el origen del concepto de sociedad civil, entendida como la organización de profesionales libres, iguales y en estado de alerta contra cualquier forma de autoritarismo colectivo. En 1841 publicó, en su imprenta, y en una edición sufragada por él mismo, su Manifiesto. En él proclama: «La formación de sociedades es el error más grande cometido por nuestros legisladores porque implica que el individuo abdique de su soberanía natural». La renuncia a la libertad individual –sostenía– somete al sujeto a formar parte de una máquina (social) que se arroga el derecho de opinar sobre sus actos y, a su vez, lo obliga a juzgar los de los demás. Su mirada sobre el mundo parece profética: cualquier proyecto social que aniquile la libertad del individuo lleva al fracaso o al espanto. Su filosofía nace de una época lejana. Pero es inequívocamente moderna. Sin libertad de pensamiento, la vida se limita a formar parte de un rebaño administrado por un pastor con cayado. Conviene recordarlo en estos tiempos de populismo bíblico y nacionalismo excluyente, cuando algunos nos venden el regreso a la tribu de nuestros mayores como un destino democrático y deseable
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[29 de junio de 2017]
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