El silencio se parece sospechosamente al tiempo. Ambos necesitan de su contrario –el ruido, en el primer caso; la muerte, en el segundo– para poder ser comprendidos, aunque sea por aproximación. Como todas las cuestiones trascendentes, desentrañar su significado exacto se convierte en una quimera. Sencillamente, no es posible, pese a intentos como el del abate Dinouart, que en su tratado sobre la materia distingue hasta once clases distintas de silencio: prudente, artificioso, complaciente, burlón, espiritual, estúpido, afirmativo, humorístico, desacralizador, caprichoso y astuto. El silencio es un misterio envuelto en una incógnita escondida en el interior de una pregunta, igual que el alma eslava, según la definición de Churchill, que compuso esta boutade a partir del mecanismo mágico las muñecas rusas. Todos creemos saber lo que es, pero en realidad lo ignoramos porque es una cosa distinta para cada uno de nosotros. No equivale a la ausencia de ruido, que es la definición ortodoxa. Es otra cosa. Puede existir un silencio con palabras, otro lleno de sonidos (interiores), un silencio místico, otro religioso; ser ese instante suspendido en el vacío que anuncia la próxima guerra, una forma de autodefensa o un sellar los labios ofensivo.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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