La cultura, tal y como nos la legaron nuestros mayores, que no es que fueran más sabios que nosotros, sino que sencillamente se enfrentaron antes a las mismas preguntas, comenzó a derrumbarse el día en que dejó de estudiarse retórica en las escuelas. La crisis de las Humanidades, un fenómeno inducido, porque el estudio de las pasiones terrestres no cesará hasta que el hombre se extinga, tiene que ver con el desprecio por el lenguaje y la ignorancia comunal que goza de tantísima fortuna en las sociedades posmodernas. No hay, sin embargo, nada como retornar a los clásicos para desmentir este dogma. Los filósofos antiguos que han resistido el paso del tiempo perduran gracias a su utilidad, por mucho que haya quienes crean que la literatura, la historia o el pensamiento son saberes perfectamente inútiles y, lo que es peor, domesticables. Lo nuevo –conviene recordarlo– es un concepto viejísimo. Ancestral, incluso. Quien cree lo contrario ignora toda la sabiduría que ha ido creando, por destilación, el conocimiento crítico de la tradición que nos antecede. Sócrates, condenado por su coherencia ante los mediocres, era un sabio porque proclamaba irónicamente no saber nada en absoluto, estando predispuesto a desmentirse a sí mismo.
Las Disidencias en Letra Global.
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