Desde los griegos, que fueron los que inventaron la palabra, la autonomía se ha entendido siempre como una cualidad esencialmente individual: aquella que permite a alguien no depender de los demás. Ejercerla implica dos cosas: gozar de una relativa libertad y tener que asumir dosis crecientes de responsabilidad; lo cual, antes o después, obliga a soportar un determinado grado de incertidumbre. En la España de la Transición fue el término que eligieron los padres de la patria para justificar la creación política, en unos casos con más éxito que otros, de las comunidades regionales, que tomaron carta de naturaleza jurídica sobre una vaga herencia cultural hace ahora más de tres décadas. No es demasiado tiempo, pero ha sido más que suficiente para que aquellos sueños líricos de autosuficiencia hayan mudado en una nueva modalidad de dependencia directa que algunos gobernantes quieren disfrazar manipulando el significado de otra hermosa palabra: solidaridad.
“Los andaluces somos más solidarios que nadie”, suelen decir nuestros políticos. No estoy tan seguro. Mejor dicho: desconfío de quien sostiene que ese supuesto desprendimiento social es un atributo colectivo y espontáneo. Dependerá de cada persona. Por otro lado, el hombre es por naturaleza egoísta, el buen salvaje de Rousseau no era más que un bello mito literario y los santos, ya lo sabemos, nunca han existido aunque la Iglesia los canonice cuando marca el calendario gregoriano. ¿Por qué entonces el discurso político recurre con tanta facilidad en Andalucía a la exaltación de la solidaridad colectiva? Da la impresión de que es una manera indirecta de disimular la tragedia generacional que supone que tres décadas después de nuestra teórica emancipación política tengamos que asumir que seguimos siendo igual o más dependientes que antes. Y lo que es peor: ya sabemos por experiencia propia que el supuesto camino de la emancipación nos devolverá al punto de partida.
Andalucía, que existía antes de los estatutos de autonomía y existirá después salvo sobrevenida hecatombe ambiental, se configuró como espacio político de derecho a partir de una intensa conciencia de pobreza. Buena parte de los ensayistas políticos de la Transición regional, que es nuestro particular génesis, explicaban el deseo de autogobierno del pueblo andaluz, esa ficción política, porque en realidad no existen más que los andaluces, como una manera de superar el retraso secular al que nos había condenado la historia. El argumento tuvo éxito.
Se nutría de elementos que otorgaban credibilidad: las masivas oleadas migratorias de trabajadores que se marchaban de su tierra, el fracaso de la mayoría de los proyectos industriales del pasado siglo, la certeza de estar instalados en la periferia del mundo y la amplificación (o reinvención) de un pasado glorioso cuya existencia resulta bastante discutible. Algunos tuvieron que viajar muy atrás en los libros –hasta los andalusíes– para entroncar con algún tipo de identidad cultural no vinculada a lo castellano, como si interpretar la historia fuera igual de sencillo que elegir una parada de metro. Un ejercicio perfectamente estéril porque la historia de Andalucía se caracteriza por ser una sucesión imperfecta. Ésta es su riqueza: haber sido construida a retazos por unos y por otros. Como una guitarra que en lugar de con una única pieza de madera se armara con caobas huérfanas.
El himno lo dice de forma elegíaca: “Los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos”. Cuando lo oigo siempre me pregunto lo mismo: ¿Por qué hay que volver a ser lo que fuimos? ¿Por qué en vez de estar obsesionados con el pasado no decidimos qué hacer a partir de ahora? La incógnita sigue sin resolverse. Pero ya es casi una patología: la mayor parte de la gente ni siquiera se plantea que en una sociedad civilizada, no maniatada por la nostalgia, el camino sólo se hace andando hacia el horizonte, no enfilando el sendero de regreso a casa. Uno sólo se hace mayor de verdad cuando abandona el hogar familiar. Así ha sido desde los tiempos inmemoriales. Es el curso natural de la vida aunque las sociedades agrarias, origen de nuestra particular mentalidad, hayan convertido en hermosas columnas salomónicas los relatos idealizados sobre el regreso al pretérito. Que nadie se ofenda, pero la idea de volver sobre nuestros pasos es lo que nos delata como un pueblo primitivo. Indígena.
Con estos limitados mimbres intelectuales hace treinta años arrancó la autonomía. La generación que la condujo eligió un camino que tres décadas después parece haberse agotado. Su método enaltecía la memoria como destino, se apoyaba en una ideología de clase que el tiempo ha ido diluyendo hasta convertir en epidérmica y establecía un canon para leer las raíces tan vehemente que se fue olvidando de que el presente se construye moviéndose hacia adelante, nunca hacia atrás. Fue un espejismo interesado: mirando por el retrovisor sólo podíamos mejorar, aunque en realidad no avanzáramos demasiado o lo hiciéramos con ayuda de muletas ajenas. En estos tiempos de ruina, cuando la marea se lleva el agua del mar y nos deja en la orilla la espuma sucia de la bajamar, la sensación de fracaso cósmico se ha vuelto demasiado aguda, dolorosa y completa. No se trata de una impresión subjetiva. Hay hechos indiscutibles. Todos los míticos proyectos del pasado se han derrumbado: desde la famosa reforma agraria, archivada en el baúl del tiempo, a los sucesivos planes de modernización y vertebración territorial. Ahora le toca el turno al escuálido Estado del Bienestar, que aquí siempre fue un infante con los pantalones demasiado cortos.
Andalucía ha vivido durante las tres últimas décadas dentro de lo que el profesor Antonio Porras Nadales, catedrático de Derecho Constitucional, ha definido como un proceso de seudomodernización ruralizante. Ha configurado un universo propio y limitado donde la memoria localista prevalece sobre la cosmopolita, el pasado ancestral todavía pesa más que el hambre de porvenir –vivimos en una tierra de falsos linajes familiares– y los comportamientos de aldea han salido de su terruño circular para conquistar por completo el espacio de la modernidad, que siempre han sido y serán las ciudades. Hasta aquí hemos llegado haciendo patria a la antigua usanza. Ahora que el viento de Levante nos quema el rostro mientras miramos el vacío del océano deberíamos pararnos y dejar de engañarnos a nosotros mismos. El futuro, al que perseguíamos bajo el señuelo de las deudas y los cheques sin fondos, no consiste sólo en conseguir mayor bienestar material, sino en pensar y hacer las cosas de manera diferente a nuestros padres para que un día, de pronto, no nos encontremos otra vez con la sorpresa de que el cielo se ha derrumbado sobre nuestras cabezas.
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