Yo tenía diecinueve años, que, según Leonard Cohen, es la edad de los poetas aunque no hayan escrito todavía ni un maldito verso. Venía con las manos llenas de comas que no sabía dónde poner y una cabeza revuelta con los sueños que el tiempo ha ido desbaratando. Llegué solo. Me paré ante la puerta. Carmen me hizo pasar: “Sigue hasta el final, niño, que es donde está la redacción”. Dejé atrás el vestíbulo, enfilé el pasillo (breve) e irrumpí, con más inconsciencia que certeza, en una sala amplia y vacía, sujeta por columnas llenas de recortes y almanaques, donde un par de tipos se lanzaban papeles desde los escritorios. Tiraban a dar. Uno de ellos se había hecho un sombrero con el periódico y retaba al otro, algo más joven, para que colara el gurruño de papel en la papelera. Lo intentó: la bola de periódico rebotó en el borde y cayó al suelo.
–“Sentrañi, el triple no te ha salido, pero no te preocupes que es cuestión de insistir”.
De repente repararon en mi presencia:
–“Hola chaval, ¿vienes al paraíso?”.
Tenían razón, pero entonces no lo sabía. Desde luego, no lo parecía. Yo había llegado allí gracias a un autobús –el 2– que hacía la ruta de los barrios obreros del Norte de Sevilla, desde el Hospital de las Cinco Llagas hasta un lugar ignoto llamado Polígono de la Carretera Amarilla, donde estaba la avenida de la Prensa, en la que el único periódico que había era aquel. Todo lo demás eran fábricas, naves, almacenes. En el trayecto veías la Sevilla que nunca sale en las estampas: peñas, floristerías tristes, comercios de baratijas, bloques de pisos sociales, carreteras desconocidas, calles que parecían todo menos calles, páramos de albero, tierras de todos y de nadie. La parada quedaba cerca del único bar en metros a la redonda –el Santiaguito– y, al fondo, al otro lado de la avenida, veías aquel edificio desvencijado con un anuncio americano en el techo.
El cartel no dejaba lugar a dudas, pero la cosa distaba de estar clara: había ventanas rotas en los pisos superiores, algunos coches vencidos en el aparcamiento. El sitio daba esa sensación de dejadez que tienen las cosas usadas, las cosas que se quieren mucho. Acaso demasiado. Era verano, así que tampoco era plan de quedarse en la puerta y con las dudas. Después de ver el fugitivo partido de baloncesto apareció por la redacción el director –el primero que he tenido– y me dijo lo que tenía que hacer. “Lo primero, aprender el sistema”. Llamó a un chaval, Ginés, que había entrado un mes antes que yo en aquella cueva, y le ordenó que me diera las primeras nociones. Nos sentamos ante un ordenador: un macintosh plus.
Todos lo llamaban “el plusito”. Metías el disco con el programa y en la pantalla aparecía, sin fallar una sola vez, una bomba (con mecha) seguida de un mensaje dramático: “Perdón, ha ocurrido un error de sistema”. A partir de entonces empezaban los insultos, los gritos, las maldiciones. Aquella salmodia marcaría los siguientes años de mi vida: cada vez que a alguien le salía la bomba todo el sistema se venía a abajo y había que volver a empezar a escribir. Las menciones al Altísimo se oían hasta en la vecina fábrica de la Cruzcampo. Una redacción no es más que eso: un sitio donde unos tipos infames maldicen, gritan, te dicen que tienes muy mal bachillerato (si es que lo tienes), fuman como cosacos (antes era así) y levantan a golpe de teléfono el mundo entero o, en su defecto, el mundo más cercano. Sin internet, ni móviles, ni más tecnología que la analógica. Las cosas se hacían con las manos y, a veces, con la cabeza. No siempre por ese orden.
En El Correo aprendí, de una vez y para siempre, en qué consiste el oficio del periodismo, que me lo ha dado todo: dinero, un ridículo prestigio provinciano, una mujer admirable, algunas hipotecas y demasiadas horas sin sueño. Es parte de lo que soy. No siempre fue así. Por entonces estudiaba Literatura General y Comparada, una rama de la Filología. No había ido, a Dios gracias, a la Facultad de Comunicación y me parecía de todo punto lógico que si los periódicos se escribían, igual que los libros, podían ser la escuela perfecta para un aprendiz de escritor. Aquellos tipos hacían un diario en 24 horas y a veces incluso dos. Si ellos no sabían escribir, es que en Sevilla no sabía nadie.
Desde entonces en mi vida no he hecho otra cosa más que repetir las lecciones que durante casi una década me dieron, sin pensarlo además, que es lo mejor, una cuadrilla de desalmados con los que empezaba a cortar teletipos todas las tardes después de comer y terminaba, de madrugada, en los bares de la Gran Plaza, haciendo lo que se debe hacer a esa edad: bailar con la cabeza, pelear con las manos en el teclado, matarse por un buen titular. Todavía son mis amigos. Incluso en la distancia. A unos los veo más; a otros menos. Con unos me unen vínculos de sangre (el linaje de los que se saben iguales) y con otros los años de saber, con total certeza, que estábamos en un diario en el que nadie creyó nunca salvo nosotros mismos, que éramos quienes entonces lo hacíamos todos los días, sin descanso, como si fuera el último de nuestras vidas. Las cosas no han cambiado desde entonces. Otros nos han relevado.
En El Correo siempre ha pasado lo mismo: sus propietarios lo han utilizado, como hacen todos los propietarios, para sus intereses políticos o empresariales. Y, pese a esto, es uno de los pocos periódicos que de verdad es de sus periodistas. Los dueños lo usaban pero sólo lo queríamos nosotros, que éramos los que estábamos dentro. Por eso, como dijo un día Pepe Guzmán, era “un periódico digno”. Igual que nuestra madre. Era el sitio donde pudimos empezar a ser periodistas. La gente llegaba, estaba un tiempo y se marchaba. Siempre era igual. En el fondo, nadie se iba del todo: fueras donde fueras –en mi caso, a fundar otro periódico– de alguna u otra forma seguías allí para siempre porque tu trabajo consistía en lo mismo que hiciste por vez primera entre sus paredes.
El periodismo es un oficio donde las cabeceras no cuentan demasiado. Son relativas. Igual que los altos cargos directivos, que son contingentes. Lo único perdurable del oficio es un ritual sagrado: te pones delante del papel (el ordenador) y escribes tu historia, en la que has trabajado menos tiempo del necesario y con demasiada urgencia. Cuando la cierras, si lo has hecho bien, si has aprendido algo a lo largo de los años, sabes que está perfecta. El arte siempre se construye a partir de las imperfecciones. Los artistas no son más que artesanos que saben hacer muy bien su oficio. En nuestro caso, convertir lo oscuro en claro, poner cierto orden en el caos, desmentir las mentiras con hechos, ser honesto y (moderadamente) cruel.
Acostumbra a decirse que los periodistas debemos estar en la calle. Es verdad. Pero se olvida que el periodismo se crea, y destruye, en las redacciones. Dentro de poco habrá que hacer un museo para enseñarlas a los escolares. La debacle de la industria ha difuminado las factorías del periodismo, reduciendo las salas de redacción a un cuarto minúsculo. Lo importante no es el tamaño, sino los valores. En la redacción de El Correo, que fue la primera que conocí, la lealtad consistía en ejercer sin piedad la crítica para tratar de ir más lejos. El respeto (con el lector, contigo mismo) no obligaba a decir lo correcto, sino lo cierto. Ahora la mayor parte de las redacciones están llenas de servilismo y asentimiento. Hay terror: miedo a perder el empleo, a no cobrar un día la nómina, a que alguien llame al dueño –los directores ya no cuentan; algunos incluso han hecho carrera de esta circunstancia– y le diga que no lo has tratado como él, anunciante ejemplar, se merece. ¿Se puede hacer periodismo así? Parece imposible. Lo que sí puede hacerse es un periódico, que ya sabemos que no es exactamente lo mismo.
Estos días de noviembre me entero que el periódico en el que hace 25 años empecé a ser quien soy ha sido malvendido a un seudoempresario por apenas un euro. Menos de lo que cuesta un ejemplar. Sus periodistas no cobran desde hace meses. El dueño, un industrial extremeño que hizo su fortuna gracias a sus conexiones políticas con el PSOE, ha dejado tirados a su suerte a 53 profesionales que se han dejado la vida por el periódico. Todavía lo hacen. Muchos tendrán miedo al vacío, a la pobreza, que siempre es un miedo atávico: quien no lo siente o es un imbécil o está muerto. Y ellos están vivos. En pie. Su empresario ni siquiera ha tenido el valor de despedirlos para que puedan cobrar el paro: los ha dejado encerrados en un limbo jurídico del que no pueden salir sin perder o el oficio o el dinero que necesitan para sobrevivir.
Es mezquino: son tiempos en los que los supuestos socialistas maltratan a los trabajadores y los liberales se ponen de rodillas al servicio de los socialistas (hipotéticos) para no ser víctimas de su soberbia. Igual que en la Biblia. El poder sigue alimentando a los editores (con el dinero de todos) y abandona a los periodistas, que aunque monten un periódico nunca recibirán publicidad institucional. El charco cada vez tiene menos agua y sólo quedan los cocodrilos. No sé el motivo, pero los periódicos ejercen una extraña fascinación entre los miserables: esa gente que piensa que, gracias a tener uno, conseguirán rango social, influencia, prestigio, fama y dinero.
Todas estas cosas (salvo el dinero) sólo las da el trabajo y la coherencia. Y eso, en los periódicos, siempre ha sido patrimonio de los periodistas, que no tenemos más propiedad que nuestro nombre. No somos santos, por supuesto. También tenemos nuestros traidores: periodistas que se venden, que no entenderán nunca que un periódico, por mucho que esté herido casi de muerte, nunca puede valer un euro. Sólo un necio confunde valor y precio, decía Machado. El Correo, al que han abandonado a la deriva con una deuda de más de un millón de euros en cotizaciones sociales, no tiene precio incluso aunque no venda ni un solo ejemplar. Para casi todos nosotros es el sitio donde por primera vez vimos nuestra propia firma en letras de imprenta. En mi caso es donde nació La Noria. Los mercaderes y sus intermediarios podrán comprar la cabecera, pero sin sus periodistas, que son iguales a los que fuimos nosotros un día, sin ese fondo de comercio intangible que es la memoria de este oficio, no tendrán en sus manos más que un papel transparente. Y eso sí que no vale nada.
Miguel Ramirez dice
Carlos me siento orgulloso de ser uno de tus lectores.
Por cierto felicidades por el dia del Sr. Borromeo
perezventana dice
Nudo que se me acaba de hacer en el estómago. Y no tengo nada más que decir sobre este particular.
exiliado voluntario en Almería dice
Como indico en mi nombre, soy un sevillano, exiliado voluntarioen Almería, y tengo la esperanza de que esta cabecera NO VA A DESAPARECER, es el periódico que había en mi casa desde mi emfancia, tengo 65 años, recuerdo que de vez en cuando mi padre compraba otro por las ESQUELAS, pero el CORREO, era nuestro periodico, curiosamente con todos sus propietarios, he dicho voluntariamente propirtarios y no directores, pues como comenta en su artículo, son los que han marcado mas.
Pero siempre ha habido PERIODISTAS, que nos han acercado alos problemas de nuestra provincia.
Solo decir que todos los días, bien temprano lo leo en mi ordrnador, y por supuesto cuando estoy en Sevilla, lo compro y al traerlo a Almería, me dura el ejemplar, lo que no podéis imaginar.
Un abrazo y a seguir imprimiendo.