Cicerón dejó escrito para la posteridad que una de las señales de los tiempos calamitosos era que los hijos habían dejado de obedecer a sus padres. De los padres, sin embargo, el gran orador romano no dijo nada. El segundo indicio de la inminencia de una catástrofe social era que todo el mundo se había puesto a escribir libros. A juzgar por las evidencias, y tras la pasada noche de Reyes, estamos justo en uno de esos instantes: hoy día cualquiera se atreve a publicar una novela y los vínculos familiares, tan celebrados, se han ido a tomar viento. No nos da ninguna pena. Al contrario. Lo celebramos con fanfarria. Una muestra elocuente del cambio de valores que está aconteciendo en el campo de la sensibilidad familiar es el colapso que han sufrido las pasadas semanas, tan entrañables, las notarías del País Vasco –Euskadi, para los indígenas del lugar– después de que una normativa foral de 2015 haya enmendado el injusto derecho común, instaurando así la plena libertad de decisión de los progenitores –léase propietarios– para legar todos sus bienes a sus descendientes o dejarlos sin alpiste. Se acabó la estafa de la legítima, que, a pesar de su nombre, era absolutamente arbitraria.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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