Nadie teme más la arbitrariedad de un juez que otro juez. Y nadie la combate con más insistencia. Es normal en los gremios a los que hemos entregado la capacidad de decisión sobre las vidas y las haciendas ajenas: quien goza de tanto poder sabe que sólo desde una atalaya análoga podrá ser corregido o enmendado. El poder arbitrario, además, es el más inseguro del mundo porque no se sustenta en el derecho. Obedece al capricho y a la voluntad. Tiene pues toda la lógica del mundo que Cándido Conde-Pumpido, presidente del Tribunal Constitucional, haya reaccionado con sumo desagrado ante la decisión de la Audiencia de Sevilla de formular ante las instituciones europeas una cuestión prejudicial de discrepancia sobre las capacidades del TC para enmendar sentencias impuestas por la justicia ordinaria.
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