“La vida es corta, el camino del arte largo, el instante fugaz, la experiencia engañosa y el discernimiento problemático”. La frase se atribuye a Hipócrates, el padre de la medicina antigua. Sostenía este pensador griego –en Atenas a los médicos se los llamaba físicos, cosa que no han dejado de ser nunca– que el comportamiento de las personas depende de los líquidos que tengan en el interior del cuerpo; la vasija donde se mezcla la vida, que, como tantas otras cosas, es una cuestión de proporciones donde el exceso puede ser tan perjudicial como la carestía. Según esta tesis, que después desarrolló Teofrasto, los individuos nos diferenciamos por nuestro carácter, cuya fórmula exacta depende de la mayor o menor cantidad de cuatro sustancias: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra. La presencia o ausencia de estos elementos permitió construir una singular teoría sobre los temperamentos humanos cuya vigencia duró hasta el siglo XIX, cuando la medicina moderna comenzó a convertirse en una disciplina científica. Entre otras cosas era la razón por la que los curanderos aplicaban a cualquier mal la misma receta: sangrías constantes.
Resulta interesante aplicar esta misma teoría sobre la salud personal al ámbito político. Ahora que los padres de la patria oficial parecen nerviosos por las mudanzas de toda índole que se avecinan, precisamente en estos difíciles tiempos de zozobra, pareciera que la ciencia de la gobernanza y el poder, que eso es la política en su sentido más esencial, se hubiera difuminado. Casi se diría que no existe. Todo en nuestra república meridional se conduce como en las consultas de los médicos primitivos: por peregrinas teorías que tienen más que ver con el humor corporal de los personajes de la trama que con los datos objetivos. Que la política es en buena medida consecuencia del carácter y que éste, como dijo Heráclito, marca el destino de los hombres, está fuera de duda. Sobre todo si tenemos en cuenta que las cábalas de los últimos días sobre la entrega de la herencia responden en exclusiva a factores personales, vínculos tentaculares, relaciones de cercanía y determinados estados de ánimo que algunos denominan amistad, siendo en realidad interés.
Todo muy científico, por supuesto. Al igual que en las gradas de un estadio de fútbol, donde el cerebro es sustituido por el extraño pálpito tribal, en la política doméstica andamos como perdidos, ocupados en averiguar, discernir o proclamar –dependiendo del registro retórico que elijamos– si la marcha de algunos se debe a su cansancio personal, a su fino sentido de la estrategia o a ambos factores. O desasosegados por si otros, dados sus inquietantes antecedentes juveniles, enredarán aún más la red de Lampedusa en la que hace lustros se convirtió la autonomía. Todo se confía a los líquidos del hígado. Nadie analiza las políticas ni mira las estadísticas; ninguno hacemos números. Tan sólo pensamos en qué líquido corporal marcará el humor de los acontecimientos venideros. Es cierto que la política siempre fue una actividad sanguínea, porque implica sociabilidad –o su fingimiento–, algo de flema y elevadas dosis de bilis. Pero lo que resulta absolutamente asombroso es que, en estos tiempos marcados por la tecnología, en las cosas del poder todavía nos sigamos conduciendo por el catón de siempre, al margen de cualquier pretensión científica y del mínimo sentido común.
En la inminente ceremonia del traspaso del báculo y los honores, donde el notario ha sido parlamentario, pero esto no tiene excesiva importancia, porque ya sabemos que los notarios no son imparciales y andan siempre a lo suyo, van ustedes a contemplar, queridos indígenas, cómo se sucederán todas las combinaciones posibles de estos fluidos corporales: asesinatos a sangre (ceses), reacciones marcadas por la flema (ascensos), episodios movidos por la cólera fría (olvidos significativos) y altas dosis de melancolía; especialmente intensas en aquellos que ruegan todos los días al Dios de su cofradía que no los asesinen sin mediar clemencia. El carrusel del poder arrojará historias de triunfos y derrotas. Toda sucesión, aunque parezca pacífica, implica de una u otra manera una guerra silenciosa. Y en las batallas, sobre todo en aquellas que se auguran más épicas, el patrón narrativo casi nunca cambia: primero se cuenta el valor de los ejércitos vencedores y después la cobardía de los perdedores.
Rara vez se incide en el estado anímico de las víctimas, que en este caso concreto son los ciudadanos ordinarios, golpeados por una crisis inmisericorde cuyos responsables objetivos continúan en la cúspide, agarrados a nuestro dinero, mientras los senadores patrios nos entretienen con sus hondísimas preocupaciones existenciales sobre los motivos de su desapego a las túnicas. El Gobierno dice que nos baja los impuestos porque todo ha mejorado. No es cierto. Su política nos seguirá haciendo pobres y más dependientes. Las oficinas del Inem siguen llenas de dramas. La paciencia y el dinero, si es que alguna una vez los hubo, se acaban. Y mientras tanto, algunos creen que nos preocupan sus conflictos psicológicos. Desde luego, es para mirárselo. A fondo.
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