Cuando el destino y el tiempo, que casi todo lo gobiernan, hizo pasar a mejor vida (o al vacío, tan previsible) a Fernando Pessoa, el poeta lisboeta, Saramago, que le puso el nombre de uno de sus múltiples heterónimos a la que quizás sea su mejor novela –El año de la muerte de Ricardo Reis–, escribió que el extraño vate del abrigo y las gafas, aquel oficinista solterón con cierto aire de inglés perdido por las calles de Baixa, murió “casi ignorado por las multitudes”. Decididamente, no ha sido su caso. Saramago fallece dejando atrás el máximo galardón de las letras públicas –el Nobel, tan certero en unas ocasiones como ciego en otras– y a un ejército de aduladores, admiradores y cofrades que consideran que en su obra vienen a encerrarse las claves de una forma de entender el mundo basada en cierto concepto del compromiso político y moral. ¿Literatura? Parece una cuestión secundaria.
Paradoja terrible: un hombre que era ateo y marxista nos lega al fin de sus días un ejército de creyentes. Saramaguistas. Y, sin embargo, Saramago, antes de ser Saramago, mucho antes de aparecer determinada troupe, en los tiempos previos a convertirse en un personaje que, igual que hacía Picasso en los manteles cuando iba a ciertos restaurantes, firmaba todos los manifiestos y avalaba con su presencia todas las causas justas –querido para unos; terriblemente impostado para otros–, fue un hombre sencillo que quiso ser poeta y que, a falta de un éxito inmediato, tras pasar por una Caja de Subsidios –el destino gris del administrativo, tan literario–, y afiliarse al Partido Comunista, se encauzó gracias al periodismo y terminó como editorialista en el Diario de Noticias. Un periódico con nombre tan hermoso como redundante. Los editorialistas, es sabido, son gente inquietante: escriben lo que (quizás) no piensan. Nunca firman. Son seres anónimos. Meros instrumentos. Todo lo contrario a Saramago.
Quizás incapaz de soportar tal destino, el Nobel, que fue despedido como director adjunto del periódico en 1975 y se quedó sin empleo, decidió jugársela y tratar de escribir en serio. Entonces ni había pandilla ni nada que celebrar. Estaba solo. Era pobre. Cualquiera diría que encarnaba a un fracasado. Y en esas circunstancias, tan difíciles, y contra todo pronóstico, triunfó: no tanto porque el mundo cayera rendido a su pies al leer sus textos, o por todo lo que vino después con los años, sino porque fue capaz de sacar de su interior al escritor que siempre se sintió. Nos parece una gesta más que suficiente. Fue un escritor desconcertante que perseguía un extraño punto de equilibrio entre la intensidad poética y los efectos al uso de la narrativa moderna. Ya saben: mixtura de voces, juegos con distintos puntos de vista, complejidad. Herramientas válidas para contar un universo entrevisto a través de estampas y alegorías; una figura, por otra parte, bíblica.
De esta época inicial, la mejor, sobresalen Memorial del Convento y El año de la muerte de Ricardo Reis, probablemente sus mejores textos. En el segundo se vislumbra una Lisboa húmeda, onírica y eterna, como la Santa María de Onetti o la Comala de Rulfo, donde Saramago logra quizás una de sus grandes aportaciones estéticas –las políticas son materia de otro cantar– al relatar el deambular de un personaje que bucea en sus orígenes en busca de una identidad imposible en una ciudad llena de personajes muertos. Fantasmal. En aquel momento era un autor capaz de manejar registros distintos: desde teatro a obras como Viaje a Portugal, donde sin ponerse estupendo se descubre a escritor relativamente hedonista.
Con el tiempo fue abandonando esta pulsión entre lirismo y experimentalismo para escorarse hacia narrativas monocordes en las que denunció los pecados capitales del Sistema. Un evangelista laico. La experimentación de sus primeros libros se diluyó. La partida estética se la ganó Lobo Antunes, el mayor escritor luso contemporáneo, que, pese a determinados excesos, ha logrado convertir su prosa en un mecanismo para explorar la abulia de la vida cotidiana. Esplendor de Portugal es un buen ejemplo. Saramago, igual que Julio Cortázar crepuscular, prefirió el atrio. Relegó la literatura por el compromiso. El tiempo, ahora que es eterno, dirá si acertó. A fin de cuentas, un escritor no es más que su obra. Todo lo demás es mero aderezo.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[19 Junio 2010]
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