Una de las aspiraciones más antiguas del ser humano es vencer a la muerte. Del pánico ante lo desconocido, que en realidad no es propiamente tal, ya que al nacer intuimos, aunque no necesariamente comprendamos, que podríamos perfectamente no haberlo hecho, y que igual que aparecemos in media res en un momento y en un espacio concreto del universo algún día desapareceremos, nacen las creencias religiosas, los mitos, ese sentimiento que llamamos fe y la mística. Consuelos vanos, porque como dejó dicho –y no precisamente en broma– Woody Allen, uno no quiere ser inmortal a través de sus obras. Sencillamente, no quiere morirse. No es difícil de entender, aunque no podamos impedir el designio del destino. Sobre todo en este año aciago en el que todos, cada uno a su manera, ha descubierto que el sueño de la inmortalidad, esa convención mental gracias a la que vivimos, no es más que una ficción que nos ayuda a levantarnos de la cama, aunque todos los caminos del mundo nos conduzcan inevitablemente hacia el ocaso del otoño.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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