El destino suele vacunar a los gobernantes ante a la rotundidad de sus triunfos con el augurio de alguna desgracia o calamidad. Es su manera de compensar los desequilibrios que implica el ejercicio (prolongado) del poder absoluto. Todos los próceres, además del memento mori que entonaban los sabios latinos, mucho antes de oír esta frase mitológica, aprenden que se puede disfrutar de un dominio duradero, incluso de una hegemonía sólida, pero no vencer siempre en cualquier circunstancia. Todas las estatuas lucen grietas provocadas por defectos de forja o la reiterada erosión de los elementos ambientales. El Gran Laurel ha disfrutado de un lustro mágico. Alcanzó el Quirinale gracias a una Grande Carambola (obtuvo en 2018 menos votos que nunca en la historia) y al concurso de Cs y los ultramontani, pero ha sabido consolidarla primero y, tres años después, ampliarla hasta convertirla en una absolutísima (mayoría). Su progresión política ha estado marcada desde el primer día por la baraka, el hundimiento del peronismo rociero, el agotamiento –tras casi cuarenta años de supremacía– del PSOE y el asombroso abandono de las izquierdas indígenas de la bandera autonómica, convertida en este nuevo tiempo que llega tras la investidura (infame) en un pendón militar. Todo le venía de cara.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.