La peña anarquista zamorana está de luto. Se ha muerto el maestro. El último sabio. Su deceso significa que el polen de la semilla subversiva, en este caso fruto de la cultura y de la pedagogía, disciplinas que siempre hablan en son de paz, buscando convencer en lugar de imponer, no volverá a soplar nunca más desde las maravillosas peñas de la menor de las ciudades de Castilla la Vieja.
García Calvo, al que el escritor Antonio Cascales recordaba en su juventud poniendo canciones de Brassens en un picú durante las clases en la cátedra de Clásicas (en la Sevilla del tardofranquismo) se ha ido dejándonos huérfanos de su prosodia impertinente, la que alumbraba a aquellos que saben que no llegarán a nada en la vida porque todo aquel que triunfa, en realidad, es alguien que a la hora de la verdad evita decir lo que piensa, trata de no llevar la contraria y, en cierto sentido, renuncia a ser él mismo. Éste es el precio del aplauso social.
De eso hablaba en sus charlas en el Ateneo de Madrid (antológicas disquisiciones sobre los ángeles caídos en desgracia) y en las ponencias de la Fundación Juan March. Para García Calvo el rango del auditorio era secundario siempre que hubiera oídos prestos a escuchar a alguien capaz de hablar de prosodia clásica (esa ciencia del alma antigua) con tres camisas, ninguna abrochada. Una encima de otra.
Como todos los hombres raros y singulares, se burlaron de él y le buscaron todas las contradicciones posibles, similares a las de cualquiera. No por eso cejó en su objetivo: decir su verdad (fuera más o menos acertada, al menos era propia) a tiempo y sonriendo en recitales, canciones y desde Lucina, su maravillosa editorial, ubicada en el viejo caserón del casco antiguo zamorano. Sit tibi terra levis.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[2 noviembre 2012]
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