No existe nada que se parezca más a la Iglesia, ilustre agrupación de capillas solemnes, que la universidad. La analogía, lejos de ser despectiva –¡detente, lector bala!–, responde a un hecho histórico indiscutible: la institución académica que tantos sabios –y no menos diablos– ha albergado en su seno a lo largo de los siglos es una mímesis, con variantes, de las congregaciones de monjes cristianos y las escuelas catedralicias de la Edad Media. La Europa de los siglos oscuros, donde el clero custodiaba, controlaba y expurgaba el conocimiento, incluido el legado de la culturas clásicas paganas, estaba vertebrada a través de los gremios. Esta misma articulación adoptaron los colegios a los que los príncipes otorgaban el monopolio de la instrucción. Un privilegio cuyas excepciones administra ahora la propia academia bajo la figura de la venia docendi, que se supone excepcional pero que, como todo en esta vida se compra y se vende, determinados claustros otorgaban –y todavía otorgan– según conveniencia (fenicia) en la idea de que enseñar moral no puede hacerlo cualquiera. Y menos sin permiso.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.