Fernando Savater, el filósofo, escribió una vez que la enseñanza es inútil si no existe una verdad cierta que transmitir, si todo es más o menos verdad, o si cada cual tiene su verdad igualmente respetable y no se puede decidir –racionalmente– entre tanta diversidad de opiniones. Parece cierto: las jerarquías intelectuales existen aunque la mal entendida política de igualdad a veces insista en confundir las oportunidades con los resultados. No son lo mismo. Todos deberíamos tener en nuestra vida las mismas opciones, pero el resultado de nuestras hazañas dependerá de cómo seamos y del azar, la máquina que mueve el tiempo.
Probablemente Savater, que es un tipo al que le gustan las carreras de caballos, pueda parecerle a algunos elitista y relativista ante los principios de la uniformidad. Yo, en cambio, veo en el filósofo vasco a un señor sabio, leído y viajado, desengañado y antidogmático, que puede permitirse el lujo –impagable– de decir lo que piensa. Algo que determinados indígenas no perdonan nunca. Su afirmación, en unos tiempos donde el pensamiento se ha vuelto líquido, tiene bastante de crítica certera ante ese síndrome postmoderno que consiste en pensar que, como no sabemos el valor de las cosas, nada es importante y todo debe ser gratis, no costar esfuerzo y, por supuesto, no tener consecuencias.
La vida, sin embargo, no es ansí, que diría Baroja, quien pensaba –y con razón– que la existencia es como un viaje donde el tránsito nos obligará a dejar de creer en el ser humano después de contemplar la galería infinita de sus miserias. Vivimos igual que en su famosa novela: en un mundo donde los poderosos y los intrigantes ocupan el poder mientras los idealistas se convierten en inadaptados y frustrados. A mucha gente esta visión de la realidad le parece simplista, lo cual no implica que no sea cierta. Hay cosas que la intuición te dice muy pronto, como cuando eras un crío y sabías, sin saber en realidad nada, que el niño rico de tu clase tendría la vida asegurada gracias a esa institución a demoler llamada herencia del linaje, mientras tú, más apocalíptico que integrado, estarías condenado a luchar por tu libertad durante años, pagando además un precio extraordinario. Porque digan lo que digan, siempre se paga: la libertad es un material espiritual más preciado que el oro, sólo que no cotiza en bolsa porque es un intangible en un mundo materialista. Para apreciarla hay que carecer de ella y, como dijo Lope de Vega, degustarla. Quien la probó, lo sabe.
Los rectores de las diez universidades andaluzas, que representan a las instituciones que atesoran el conocimiento, acudieron hace unos meses a San Telmo (Palacio), a reclamar a la Junta el abono de la millonaria deuda que la administración regional tiene pendiente con ellos. Novecientos millones de euros. Han peregrinado ya dos veces para lo mismo en unos pocos meses. Primero les prometieron una solución y se fueron, es de suponer que llenos de esperanza, de vacaciones. Con el estío en decadencia y el curso en ciernes volvieron a hacer el víacrucis para hablar de ese tema, tan incómodo, en el que pensamos todos: el dinero. Encontraron a la nueva inquilina en la antigua Universidad de Mareantes que les ha dicho que “hay buenas perspectivas” y que acaso pueda darles 100 millones para ir tirando y pagar los gastos más urgentes. Todo en plan genérico, sin nada por escrito.
Las máximas autoridades académicas estuvieron bastante compresivas: entienden que el relevo en la cúspide de la Junta es la causa de la dilación, como si uno dejara de tener derecho a cobrar a tiempo aunque la empresa haya decidido cambiar de cajero. Seguimos viviendo en un sitio donde lo que importa no es el qué, sino el quién. Sobre todo, a la hora de cobrar. A continuación, han vuelto a sus cátedras a esperar el ansiado óbolo y calmar a sus proveedores, cuyas facturas hace tiempo que dejaron de ser mensuales para convertirse en liquidaciones anuales con un sobrecoste que sería innecesario asumir si viviéramos en una patria donde las cosas se pagaran a tiempo. En apariencia, los rectores son unos jabatos que pelean por la defensa de la universidad pública frente a políticos, como el ministro Wert, que ven en las aulas una caja registradora. Es una manera de entenderlo.
Hay otra: esos valientes rectores, con los que coincidimos en la defensa de la institución docente, son también los administradores de recursos públicos que desde 2007 están repartiendo unos esplendorosos planes de jubilaciones que han quitado de las aulas a los profesores más expertos a cambio de unos complementos de retiro tan extraordinarios que han sido objeto de atención por parte del Tribunal de Cuentas y forman parte de una investigación de la Fiscalía. En su día fue una medida vendida como social. Pero, salvo para los afortunados beneficiarios que esperaban con ansiedad semejante lotería, se trata de un absoluto delirio. Sobre todo en estos tiempos que corren.
Primero porque supone un quebranto para el erario público, con el que se pagan las becas y otras muchas medidas sociales; y segundo porque expulsa de la academia a docentes e investigadores que quieren seguir trabajando. No los dejan: se les paga para que se queden en su casa. Extraña forma de aprovechar el talento. A la vista de los resultados de esta singular política universitaria –claustros con menos recursos, profesores con escasa experiencia y medios decrecientes– se puede concluir que es muy cómodo hacer peronismo académico con el dinero ajeno y, cuando las tornas de la economía mudan, ir a Palacio a decir que sin más dinero se está poniendo en peligro la viabilidad de la universidad pública.
Por supuesto, los rectores deben pensar que no tienen ninguna responsabilidad en el deterioro del sistema universitario. Ni tampoco creen que debiéramos criticarles por dilapidar los recursos disponibles en estridencias. Ellos siempre son inocentes. Una universidad sin independencia financiera jamás será autónoma ni presentará resultados de excelencia en los indicadores académicos internacionales. Ninguna de las diez grandes academias patrias está entre las mejores de Europa. Un dato objetivo que debería hacernos pensar que algo no funciona en las cátedras, cosa preocupante cuando se trata de instituciones donde –se supone– lo que debería predominar es el conocimiento. Siendo impertinentes podríamos decir que los rectores andaluces, antes que excelentísimos rectores, son ilustrísimos políticos. Igual que todos los demás. La universidad necesita sabios, no más virreyes indígenas. De éstos, más bien, nos sobran.
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