Tras siete noches (con sus días ciertos) de batalla campal en las calles de Barcelona, la ciudad que en algún momento de nuestra historia más reciente simbolizó lo mejor de la España mestiza, alternativa milagrosa a la rancia estampa castiza instaurada en el XIX, cualquiera con un mínimo sentido de la realidad –ese bien tan escaso en la Cataluña actual– no puede sino concluir que lo que algunos llaman el conflicto, que en realidad es una guerra abierta entre la libertad y el totalitarismo, ha pasado a una nueva fase, más salvaje, descontrolada e incierta. La sentencia del Supremo, que no ha contentado ni a unos ni a otros, y que asombrosamente ha venido a dar por buena la ridícula tesis de defensa de los condenados –la rebelión de octubre de 2017 fue sólo un teatro para forzar una negociación con el Estado–, entierra la etapa precedente, marcada por los excesos del desafío consentido, e inaugura el tiempo de una guerra cuerpo a cuerpo, con barricadas, piedras, cargas policiales y el pulso (frontal) de la horda en contra de la democracia española, a todas luces imperfecta pero infinitamente preferible al Estado que ambiciona el independentismo, donde lo común es patrimonio de unos mientras el resto de catalanes (léase españoles) son extranjerizados en su propia tierra.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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