Rousseau dice que “una urbe está compuesta por casas, pero una ciudad sólo la forman los ciudadanos”. La democracia podrá residir, quién lo duda, en las grandes cámaras estatales, incluso tener su correspondiente réplica menor en el ámbito autonómico, pero difícilmente se entiende sin los ayuntamientos, las asambleas originales. La política nació en una colina de Atenas donde las familias decidían, juzgaban y resolvían los conflictos inmediatos. Después, las guerras, los imperios y la constitución de los estados-nación complicaron mucho más este panorama, pero, en el fondo, la esencia de la democracia siempre ha consistido en lo mismo: sentarse en círculo para discutir los problemas del vecindario.
El Gobierno de Rajoy, que se declara reformista siendo en realidad irreformable, ha aprobado una ley para recortar la administración local en España. Aduce problemas de coste y equilibrio presupuestario. Gracias a esta norma, según un ilustre experto en la materia, la ley de Bases de Régimen Local, embrión de todo el corpus legislativo municipalista posterior, va a pasar de ser parte del Derecho administrativo para convertirse en un capítulo más de la Historia del Derecho. Pretérito en lugar de presente. Los ayuntamientos perderán recursos y representatividad. Y eso incidirá directamente en la prestación de los servicios públicos. Nadie puede ser independiente si sus fuentes de financiación no son propias.
Los ayuntamientos, históricamente los hermanos menores de la partitocracia española que nos gobierna, quedarán limitados a tareas menores, como organizar juegos florales, ordenar salidas procesionales y autorizar capeas. Sus competencias serán sustraídas en favor de las diputaciones, instituciones cuya representatividad no es directa, sino que está filtrada a través de los intereses, no precisamente puros, de los partidos políticos. Serán las corporaciones provinciales, a las que el PP ha pasado de querer disolver a convertir en nuevos virreinatos, las que concentrarán ahora la mayor parte del poder municipal. En el caso de Andalucía, controlarán la vida de casi el 90 por ciento de los municipios, que son los que tienen menos de 20.000 habitantes. En ellos viven tres millones de andaluces.
La Junta ha abierto una batalla judicial contra esta reforma de la administración local. Sus banderas son las habituales: el proyecto del PP no respeta el estatuto de autonomía e invade competencias regionales. Podremos enfundarnos en la bandera blanquiverde, mentar al padre de la patria y alzar las cabezas al cielo, con gesto egregio, igual que los antiguos poetas épicos nos contaban las hazañas de los héroes, pero lo cierto es que el desmantelamiento de los ayuntamientos no empieza con esta ley, que en cambio sí será la que ponga punto y final a la política municipal tal y como la hemos concebido hasta ahora. Por eso podemos decir que esta reforma municipal será terminal.
La falta de autonomía municipal se debe a los sucesivos errores cometidos por muchos alcaldes. También obedece al desajuste histórico entre las diputaciones, la administración periférica de la Junta y los consistorios. Fue entonces cuando, por no redistribuir con tino las competencias entre las instituciones territoriales, se abrió un proceso de confusión que ahora, tantos años después, va a condenar a los ayuntamientos a la irrelevancia, precisamente cuando son más necesarios que nunca. La ciudadanía, que no puede ser sino municipal, supone un cambio radical desde las formas sociales tribales a la vida civil. Los indígenas siguen viviendo en aldeas con caciques; los ciudadanos lo hacen en urbes con alcaldes. La diferencia es sustancial. El poder popular no puede delegarse sin que se destruya. O lo ejerce una asamblea popular, que es lo que son los ayuntamientos, o éste pasará a ser ejercido por el Estado. Parece que el modelo local del PP que da más importancia a la contención del gasto público que a nociones democráticas básicas como la representatividad de los ciudadanos.
Restringir la política municipal a las cuestiones administrativas, obviando la representación política de los Plenos, es hacer que la burocracia prevalezca sobre la política, además de ir contra nociones básicas de participación social. De todas formas, la guerra contra los ayuntamientos no es cosa nueva. Augusto y sus herederos hicieron de la supresión de la autonomía municipal la pieza maestra de la administración imperial romana. Siglos más tarde, Richelieu ordenó: “Echad abajo las murallas de las ciudades”. La política municipal siempre ha sido entendida por el Estado como un espacio de desafío a su poder, central y omnímodo. Ni siquiera los anarquistas en sus sueños libertarios se atrevieron a negar el papel político de las comunas locales. Querían destruir el Estado pero creían en los municipios. En ellos es donde reside el vínculo entre la vida individual y la colectiva. El día que dejen de existir la democracia habrá muerto aunque su entierro se celebre en un Parlamento.
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