En Sevilla somos europeos sólo para lo que nos interesa: el dinero. En el resto de asuntos, especialmente los culturales, seguimos ejerciendo de indígenas. Esto es: no tenemos remedio. No sé si lo recordarán, pero durante la pasada campaña electoral de las municipales –la carrera hacia la cima de Zoido– una de las promesas electorales del ahora regidor consistió en adecuar las pautas de gestión municipal para que la ciudad fuera un destino recurrente de los programas de inversión europea. La idea no era ni mucho menos nueva. Pero no sonaba mal y era gratis. Mientras los fondos de cohesión de la UE durasen, Sevilla aspiraba a continuar captando parte de estas ayudas para financiar proyectos propios. Algo razonable y extraordinariamente importante en un contexto de ruina económica sostenida. Que es en el que vivimos.
Durante los últimos veinte años, en realidad, no hemos hecho otra cosa que pedir dinero prestado, por un motivo u otro, a Bruselas. Generalmente con éxito inmerecido. Si se repasan las cifras de los presupuestos municipales ordinarios a lo largo de las últimas dos décadas se verá que, salvo por las ayudas comunitarias y los fondos extraordinarios generados gracias al nuevo Plan General –con los que Monteseirín pagó su grandeur– las inversiones municipales nunca han dejado de ser raquíticas, provincianas y bastante discretas. Si en Sevilla se ha invertido en los tiempos recientes en proyectos de cierto tamaño no ha sido por la dedicación y el afán al riesgo del empresariado local, habituado a vivir de las subvenciones, sino gracias a Europa.
Los andalucistas fueron en esto –y en tantas otras cosas; no siempre buenas– pioneros. Gracias a ellos conocimos por vez primera el famoso Plan Urban, que permitió comenzar el imperfecto proceso de recuperación del Norte del Casco Histórico. Si la Casa de las Sirenas está hoy en pie y funciona como un excelente centro cívico es gracias a Bruselas, que también evitó que el Palacio de los Marqueses de la Algaba, donde el PP ahora simula haber hecho un centro mudéjar, continúe siendo un edificio quebrado. La UE pagó ambos proyectos y muchos otros más, sin reparar en cuál era el signo político del alcalde de turno. Deberíamos darle las gracias a los burócratas comunitarios, mucho más importantes para nuestra economía que las cofradías y el sector hotelero, que suele reclamar campañas públicas de promoción pero rara vez se rasca el bolsillo para contribuir al florecimiento de su propio negocio.
Al igual que Rojas Marcos aprovechó el Urban con inteligencia, Soledad Becerril, su sucesora en la Alcaldía, pudo reforestar gracias al marco europeo casi todos los solares periféricos de la ciudad. No se trató de ninguna reforma de enjundia, pero al menos se pudieron adecentar algunos barrios, entre ellos Pino Montano. Lo mismo hizo Monteseirín, que se sirvió de las ayudas de la UE para sacar adelante un programa de recuperación de los antiguos cauces fluviales que, paradójicamente, hoy es el proyecto con mayor grado de ejecución del último Plan General de Ordenación Urbana, si bien su ejecución fue imperfecta: además de sobrecostes, dejó sin acometer la remodelación de la orilla de la calle Betis. Monteseirín se plegó al final ante las fuerzas vivas sevillanas –cuya vitalidad es harto discutible– y decidió dejarlo todo como estaba e, incluso, empeorarlo al autorizar nuevas ocupaciones de los espacios públicos situados junto al río. Nada extraño si se tiene en cuenta que su fiesta de despedida como regidor la dio en uno de estos locales.
La propuesta electoral de Zoido de abrir una línea de crédito de los fondos europeos en beneficio de la ciudad incidía en esta misma lógica. Y, sin embargo, desde entonces hasta ahora, niente. En los casi dos años que llevamos de mandato ni ha habido noticias y avances sobre este asunto. Resultados, tampoco. Lo único que ha hecho el gobierno local hasta ahora para intentar captar fondos europeos es crear el habitual grupo de trabajo para diseñar estrategias. Punto. Lo cual implica que Sevilla no está aprovechando el principal mecanismo de financiación de la política municipal, que nunca ha sido el presupuesto del Ayuntamiento, sino Bruselas.
Mientras esperamos noticias al respecto, el Consistorio ha tenido a bien aprobar esta semana una nueva ordenanza de ruidos que, en línea con la convergencia comunitaria, apuesta oficialmente por hacer de Sevilla una ciudad algo más silenciosa, sin tanta contaminación acústica y menos escandalosa. Es un viejo sueño imposible: convertir la capital hispalense en una urbe continental, en lugar de reincidir en nuestra condición de poblachón meridional. Ya sabemos en qué consiste Europa: cafés agradables, prensa de calidad, trenes puntuales, tráfico restringido en los cascos históricos y el maravilloso ruido de la vida, que es tenue, nunca disarmónico. Todo en vano, por supuesto, porque la gestión municipal va, pese a las declaraciones de intenciones, en la dirección contraria y ha multiplicado de forma exponencial el ruido de la calle.
Es un hecho. Sevilla, escandalosa por carácter, no ha dado ni un paso adelante en esta materia, tan europea, en los últimos tiempos. La derogación del Plan Centro, por ejemplo, ha vuelto a introducir en el corazón de la ciudad polución, ruido y tráfico; saltándose además las normas que rigen en cualquier urbe civilizada de Europa. La nueva normativa de ruido, que promete hacer lo contrario, viene sin embargo a consolidar la situación actual. Agárrense: exime de cualquier norma de contención acústica a las “velás populares”, a “los desfiles procesionales, con o sin música” y al “toque de las campanas” de las iglesias parroquiales. Costumbres todas ellas de amplio respaldo indígena.
Nos queda pues totalmente claro: lo nuestro, con Europa, no se debe al convencimiento o la reflexión íntima, sino al mero interés. Nos interesa la Unión Europea para que nos subvencione pero no queremos aprender de sus ciudades ni aceptar de buen grado sus inteligentes recomendaciones. Respetando toda la pluralidad que quieran, en Europa serían incapaces de asimilar los motivos por los que en una ciudad como Sevilla, a estas alturas del nuevo siglo, todavía se puede multar a un bar por tener tocando a un grupo de música durante un par de horas a la semana y, en cambio, los excesos de los rocieros patrios, las cabalgatas y las sacras procesiones son consideradas actividades a proteger por el excelentísimo Ayuntamiento. Indescriptible.
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