“Yo no sé más de gobierno de ínsulas que un buitre”. Es la confesión que Sancho Panza le hace a don Quijote antes de que éste le regale su excelente tratado sobre el buen gobierno. Cervantes contrapone en esta proclama el sentido nobiliario del poder, representado por la figura del caballero andante, a la rapacidad de los vasallos rurales que sin entender la responsabilidad que implica gobernar un país están decididos a probar “a qué sabe ser gobernador”. El episodio puede verse como un preludio de lo que después confirmaría la Ilustración: todas las instituciones políticas del antiguo régimen, como la monarquía, iban a verse superadas por el paso del tiempo. Sectores de la sociedad que hasta entonces no opinaban ni participaban en la cosa pública empiezan a considerarse con el derecho legítimo a hacerlo. Se produce entonces una alteración del concepto de legitimidad política: el derecho divino representado en la figura del rey va a ser reemplazado por otro cuyo aval esencial procede de la obligación de rendir cuentas ante una asamblea.
Esta época ha durado varios siglos, pero parece que también toca a su fin. El nihilismo se abre camino. La desesperanza crece. La desconfianza se convierte en plaga. Nuestros gobernantes se han sostenido durante mucho tiempo más por su propio crédito personal que por sus aciertos políticos. Ya no es así porque ni aciertan ni tienen prestigio ninguno. La fe, se sabe desde antiguo, es el primer despeñadero de la acción política. Lo primero que se viene abajo. Como dice Shakespeare en el Hamlet, los desposeídos, que somos ya casi todos, aunque unos más que otros, no valoramos a los gobernantes con nuestro sentido del juicio, sino con los ojos.
Lo que estamos viendo desde hace tres años nos ha convertido en descreídos, si es que en algún momento llegamos a creer a fondo en el sistema. El resultado lo vamos a ver a última hora de hoy, cuando se sepa la radiografía exacta y aritmética de unas elecciones europeas en las que no cree nadie. Sólo aquellos que llevan décadas lucrándose con el proyecto institucional de la UE. En el fondo no son demasiado diferentes de quienes se han beneficiado de la autonomía. De hecho, son los mismos de siempre.
El cuento es viejo: la libertad choca con el interés. Y la democracia con los lobbies. Si el dinero va por delante de los hechos todos los caminos del mundo antes o después se abren. Y esto, que no requiere mucha explicación porque es una lección ancestral que resume cómo es la condición humana, es lo que convierte en absolutamente certero el cínico consejo de William Faulkner:
“Se puede confiar, sobre todo y antes que nada, en las malas personas. No cambian nunca”.
Voten ustedes, si quieren, a conciencia. En caso contrario, bendito sea el atronador silencio de la abstención.
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