La vida, en demasiadas ocasiones, nos trata igual que a un bandoneón. Primero nos estira el cuerpo hasta descoyuntarnos; después nos recorta el esqueleto. Ahora que los monos devastan el hogar, cuando no queda ni una esquina en pie del templo que creíamos que sería un edificio sólido y perdurable, cuando la selva retorna de improviso, invade la ciudad y la hiedra devora las columnatas, en mitad de este tórrido calor demencial, una buena parte de los jóvenes (andaluces) deciden abandonar la patria, esa ficción, para lanzarse a la aventura de los caminos. Emigran en busca no tanto de mejores horizontes, sino de uno que, aunque difuso, teórico y frágil, pueda ser válido por lo menos durante un plazo de tiempo razonable. Hacen lo que deben. Y hacen bien.
El sentido de las cosas, incluido el del tiempo, se ha trastocado demasiado en el último lustro. Un año ha empezado a parecernos casi una eternidad. Diez euros, una perfecta fortuna. La esclavitud laboral, un regalo por el que deberíamos darle gracias a los dioses. La libertad nos asusta igual que una condena. Los datos estadísticos reseñan un incremento constante y paulatino del número de españoles que se instalan fuera con la esperanza de salir adelante, forzados por una crisis que tiene una evidente vocación transgeneracional. Unos lo hacen con optimismo relativo. Otros, a la desesperada.
No sé si deben tenerle más respeto al porvenir o a esa maldición que en Andalucía habíamos olvidado : el hambre. La mayoría de los que se marchan sobrepasan la treintena, que en otros tiempos no demasiado lejanos era considerada la edad de la madurez plena. No son pues los más jóvenes los que emigran (el exilio de éstos es más bien interior e irremediable: la casa de los padres), sino aquellos otros que empiezan a darse cuenta, afortunadamente a tiempo, de que lo que dejó escrito Jaime Gil de Biedma – “la vida va en serio”– es una absoluta certeza. Rebasado cierto punto de la existencia, las opciones vitales se resumen en esencia a dos: o ahogarse llorando en mitad de un océano de lamentos o intentar flotar, y con suerte sobrevivir, aunque se arriesgue casi todo en el intento.
Muchos de los que se marchan cuentan sus experiencias como si vivieran una pequeña odisea. Acaso se lo parezca, pero desde luego no es de estirpe homérica. Desgraciadamente son mucho más vulgares: no siempre hay sirenas en su viaje, ni siquiera existe una Ítaca a la que poder regresar. Demasiados billetes sólo son de ida porque no hay fondos suficientes para cubrir la vuelta ni tampoco un lugar firme donde poder hacerlo. El regreso se convierte así en una sueño hipotético. Se intuye que algún día se producirá, pero no se sabe cuándo. Hay quien dice, entre ellos buena parte de nuestra clase política, que esta huida del talento es un desperdicio. Un pecado social. Puede ser. Lo que resulta a todas luces inaudito es que, siendo así, como parece, nadie haga nada para evitarlo. ¿Tendrá que ver con el hecho de que para dar un futuro a quienes siempre estuvieron dispuestos a esforzarse por conseguirlo hay que cuestionar demasiadas cosas, tumbar determinados privilegios y tener la sabiduría de retirarse a tiempo, algo que la generación que todavía domina la patria no está dispuesta a hacer porque siempre se ha considerado la protagonista única de la historia?
De nada sirve lamentarse por las partidas. Deberíamos haber creado las condiciones para estas salidas fueran voluntarias, no obligadas. Pese a los lamentos, las despedidas en los aeropuertos y las estaciones ,y las lágrimas que muchas familias derraman, este exilio no tiene que ser un drama. Comparado con la resignación o la pervivencia de las célebres herencias meridionales siempre será un gran avance, acaso incierto, pero sin duda mejor que el hecho de rendirse a la maldición secular que dice que todos debemos ser idénticos a nuestros ancestros. Los exiliados de la crisis española están mejor preparados que sus abuelos, son competitivos profesionalmente y tienen la posibilidad de encontrar a quienes reconozcan y valoren su esfuerzo por encima de su origen, cosa que en Andalucía jamás ha ocurrido por culpa de los linajes familiares, burgueses o proletarios. Igual da.
Salir les permitirá madurar, conocer en qué consiste la vida y, una vez asumida la lección, les ayudará a elegir su destino en Andalucía o en cualquier otro sitio. Dejar de ser un indígena no debería vivirse como un trauma. Ser libre, mental y culturalmente, requiere un primer acto de voluntad: querer serlo. Y para eso hay que asomar la cabeza fuera del nido y cumplir con el viejo ritual de la humanidad que está escrito en la Biblia: “Dejarás a tu padre y a tu madre”.
La emigración no es una maldición. Puede ser una oportunidad para crecer sin determinadas muletas. Por supuesto, para muchos será un trance doloroso, inconveniente y una tragedia. Es respetable. Los sentimientos son libres y las nostalgias subjetivas. Pero los países, incluidas las patrias que más podamos llegar a querer, justamente porque son las propias, son como son, no como a veces las inventamos para (auto)engañarnos. “Los seres humanos no nacen sólo el día en que sus madres los alumbran, sino también cuando la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”, escribió García Márquez. Para muchos, aunque ahora ni ellos mismos lo sospechen, marcharse será su segundo alumbramiento. No existe nacimiento sin dolor. Lo dejó dicho hace muchos siglos Séneca, el filósofo estoico: “Para el conocimiento de uno mismo es preciso pasar alguna prueba: nadie advierte de qué es capaz si no lo intenta”.
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