Ahora que se ha muerto Ray Bradbuy, entre los obituarios de ocasión (casi el último género literario que subsiste en los periódicos: la muerte es la única cosa imperecedera) leo uno, excelente, de Pablo Scarpelli que además de glosar la figura del escritor fantástico, marciano como sólo puede serlo un tipo de Los Ángeles (California), resalta entre los factores que contribuyeron a la forja del finado. Esto es: no relata el ejercicio de iniciación a la vida por el que pasamos, aunque sea de forma distinta, todos. En su caso los ingredientes esenciales fueron su amor por las biblotecas públicas y, en concreto, su devoción confesa por el coliseo de libros (una monumentalidad espiritual) del centro público de lectura de Los Ángeles, California. “No creo en los colegios ni en las universidades. Creo en las bibliotecas, porque la mayoría de los estudiantes no tienen dinero”, dijo en alguna ocasión.
El autor de Fahrenheit 451 no pudo comenzar los estudios universitarios. En su casa sencillamente no había dólares para permitirse semejante lujo. Ya se sabe: en California o en Birmania ocurre más o menos lo mismo. Sin dinero, no hay nada que hacer. Que Bradbury creyera, con todas sus fuerzas, en el poder de las bibliotecas no es sólo una hermosa declaración de amor por la vieja costumbre (acumular libros de papel en un edificio para que los desconocidos puedan leerlos gratis), sino también una evidencia de que, más allá de las academias y los departamentos universitarios, de los grados y los exámenes, la vida de aquellos que desean aprender y formarse encuentra de una u otra forma vías alternativas para poder hacerlo. Al menos, así ha sido hasta ahora. Quien no podía integrarse en el sistema de forma ortodoxa (y la educación es la única vía para hacerlo) podía refugiarse, como hizo él, tres días en semana, en la biblioteca pública; entrar en los archivos, bucear, elegir un título al azar, pedirlo y leer sin mayor problema. Así lo hizo durante una década. Después, probablemente, ya empezó a tener dinero para poder formar su propia biblioteca: el mejor retrato de las pasiones, ambiciones y desengaños de cualquier persona.
No fue el único caso: otro angelino célebre, Charles Bukowski, cuenta en varios de sus libros (memorias ficticias o ciertas, da igual) cómo le salvaron el cuello dos cosas: ir a la biblioteca pública de la metrópolis norteamericana y, después, escribir en una máquina vieja y gastada. Se trata de procesos gemelos, aunque diferentes. Los vasos comunicantes que unen a ambos vicios (la lectura y la escritura son tan adictivas y nocivas como las drogas más duras) no suelen visualizarse hasta que se ha producido el tránsito de los años. Casi nunca sucede de golpe. Hace falta tiempo, convicción y decisión. En España, donde nunca hemos sido aficionados a la lectura, nuestra red de bibliotecas es relativamente reciente. Los libros, antiguamente, eran objetos personales, valiosos. De lujo.
No abundaban en demasiadas casas. Tampoco, hasta la Santa Transición, empezó a construirse la red de bibliotecas que existe ahora, cuya viabilidad, como tantas otras cosas, está en estos tiempos en peligro por culpa de la crisis económica. El proceso siempre es el mismo. Una muerte lenta, silenciosa: las instituciones, titulares de la bibliotecas, dejan de comprar ejemplares a los editores (para algunos se trata de su único ingreso cierto), las salas dejan de llenarse de lectores y se colman con los estudiantes (de cualquier materia) acompañados de su ordenador. Los bibliotecarios se jubilan, las plazas se amortizan y los horarios de apertura se limitan. La única alternativa existente para los pobres amantes de los libros se marchita. Una tragedia en cámara lenta.
Se argumenta que no es para tanto, que internet ya es una biblioteca global. Podría serlo, pero todavía le queda tiempo para suplir la función de los libros: en la red hay maravillas para bibliófilos, libros descatalogados, incunables, pero también ruido, basura y ausencia de jerarquía. La red es todo lo contrario a una biblioteca bien ordenada, con sus diccionarios de autoridades incluidos. Donde todo tiene un sentido y el caos es imposible. La biblioteca que le salvó la vida (porque evitó que se convirtieran en otras personas) a Bradbuy y a Bukowski existe todavía, aunque ya no es la de aquellos años, cuando ambos no eran nadie, siendo en realidad quienes eran. Hace 24 años su depósito central, el tercero más grande de Estados Unidos, se incendió. El edificio entero estuvo en llamas, por falta de medidas de seguridad, durante siete horas seguidas. Igual que en la novela de Bradbury, donde los libros se destruían con un fuego que tenía poco de purificador y mucho más de inquisitorial, asusta pensar el caudal de literatura, vida y pensamiento que se evaporaron para siempre durante aquella catástrofe con aire de ceniza.
La biblioteca se quedó sin 400.000 libros, el 20% de sus fondos. Los costes se midieron, como siempre, en dólares: 20 millones. El quebranto, en realidad, fue bastante mayor. Infinito. Fue una pérdida espiritual: el fuego impidió que otros muchos bradburies pudieran refugiarse, bajo el inmisericorde sol de Los Ángeles, en la sala de lectura central, tan borgiana como la de otras muchas bibliotecas, frente a las habituales inclemencias del exterior para iniciar el viaje más fascinante que existe: la búsqueda de ellos mismos.
Una experiencia que Buskowski resumió en un hermoso poema:
(…) Yo era un lector entonces
que iba de una sala a
otra: literatura, filosofía,
religión, incluso medicina
y geología. Muy pronto
decidí ser escritor,
pensaba que sería la salida
más fácil
y los grandes novelistas
no me parecían
demasiado difíciles.
Tenía más problemas con
Hegel y con Kant.
Lo que me
fastidiaba
de todos ellos
es que
les llevara tanto
lograr decir algo
lúcido y
o interesante.
Yo creía
que en eso
los sobrepasaba a todos
entonces.
Descubrí dos cosas: a) que la mayoría de los editores creía que
todo lo que era aburrido
era profundo. b) que yo pasaría décadas enteras
viviendo y escribiendo
antes de poder
plasmar
una frase que se
aproximara un poco
a lo que quería
decir.
Entretanto
mientras otros iban a la caza de
damas,
yo iba a
la caza de viejos
libros
era un bibliófilo, aunque
desencantado,
y eso
y el mundo
configuraron mi carácter. (…)La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles
seguía siendo
mi hogar
y el hogar de muchos otros
vagabundos.
Discretamente utilizábamos
los
aseos
y a los únicos que
echaban de allí
era a los que
se quedaban dormidos en
las
mesas
de la biblioteca; nadie ronca como un
vagabundo
a menos que sea
alguien con quien estás
casado. Bueno, yo no era realmente un
vagabundo. Yo tenía tarjeta de la
biblioteca
y sacaba y devolvía
libros,
montones de libros
siempre hasta el
límite
de lo permitido:
Aldous Huxley,
D.H. Lawrence,
E.E. Cummings,
Conrad Aiken,
Fiódor Dostoievski,
Dos Passos,
Turguénev,
Gorki,
H.D. Freddie Nietzsche,
Schopenhauer,
Steinbeck,
Hemingway…
Siempre esperaba que la bibliotecaria
me dijera: “que buen gusto tiene usted,
joven. pero la vieja
puta
ni siquiera sabía
quién era ella,
cómo iba a saber
quién era yo. Aquellos estantes contenían
un enorme
tesoro: me permitieron
descubrir
a los poetas chinos antiguos
como Tu Fu y Li Po
que son capaces de decir en un
verso más que la mayoría en
treinta o
incluso en ciento.
Sherwood Anderson debe de haberlos
leído
también.
También solía sacar y
devolver
los Cantos
y Ezra me ayudó
a fortalecer los brazos si no
el cerebro.
Maravilloso lugar
la Biblioteca Pública de Los Ángeles
fue un hogar para alguien que había
tenido
un
hogar
infernal
(…). Probablemente evitó
que me convirtiera en un
suicida,
un ladrón
de bancos,
un tipo
que pega a su mujer,
un carnicero o
un motorista de la policía
y, aunque reconozco
que
puede que alguno sea estupendo, gracias a mi buena suerte
y al camino que tenía que recorrer, aquella
biblioteca estaba
allí cuando yo era
joven y buscaba
algo
a lo que aferrarme
y no parecía que hubiera
mucho.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[15 junio 2012]
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