Vivimos en un tiempo histórico donde la antigua distinción entre víctimas y verdugos se ha desdibujado hasta casi diluirse. Parece que la humanidad entera –por supuesto, exageramos; existen excepciones individuales– siente diversos tipos y clases de padecimientos (sean reales o imaginarios) y, en correspondencia, no precisamente justa, se cree con el derecho inalienable de responder a este sentimiento (nada honroso, contra lo que acostumbra a pensarse) aplicando sobre los demás algún castigo, que a veces es material y otras puede adquirir la condición simbólica. Ambas categorías también se encuentran en proceso de desintegración: una muerte metafórica puede terminar perfectamente convirtiéndose en un deceso social. Sobre todo cuando una discusión legítima deriva en la imposición de un sambenito en lugar de formularse como un duelo entre inteligencias y argumentos. Una de las manifestaciones de este fenómeno de intolerancia tibia es la denominada cultura de la cancelación, nacida en Estados Unidos al calor de la sensibilidad identitaria de distintas minorías raciales y culturales y extendida, como una peste intelectual contemporánea, hacia las costas de Europa, donde determinados sectores han encontrado gracias a este peregrinaje un terreno propicio y fértil para institucionalizar la obstinación de singularizarse sin excesivos sacrificios. En este juego trastocado de jerarquías, donde la línea dominante se convierte en dominada y viceversa, muchos de estos aparentes outsiders hacen carrera de su indignación profesional (los riesgos son escasos; las ganancias, prometedoras) y las antiguas voces (de la tradición) por vez primera empiezan a reconocerse como periféricas.
Las Disidencias en Letra Global.
Deja una respuesta