A Ernesto Cardenal (Granada,1925-Managua,2020) se le conoce sobre todo por una imagen que en 1983 dio la vuelta al mundo: arrodillado ante Juan Pablo II, que le apuntaba con un dedo de su mano derecha, igual que un Pantocrátor puesto en pie, recibía en la pista de un aeropuerto centroamericano barrida por los vientos calientes del trópico, esos aires abrasantes de tierra caliente, la reprimenda de un Papa –al que Ratzinger convirtió décadas después en santo exprés– por haberse sumado, como ministro de Cultura, al gobierno sandinista formado apenas cuatro años antes tras una revolución que, como en Cuba, derivaría en una dictadura absolutista que ahora tiene la forma de un predio matrimonial. Reina uno, pero mandan dos. No es extraño que su sepelio, celebrado esta semana en la fantasmal catedral de Managua, que se alza solitaria sobre las céntricas ruinas de una ciudad descoyuntada obstinadamente por los recurrentes temblores de tierra que provocan los volcanes, se convirtiera en una disputa (bajo suelo sagrado) entre los actuales sicarios del régimen de Daniel Ortega y sus deudos, que veían profanado con gritos, insultos y empujones el adiós en honor del último sacerdote revolucionario. Cardenal construyó, diríamos que con ahínco, esta imagen pública del santo terrestre con camisola blanca, barba canosa y boina a lo Guevara que hace mucho tiempo pasó a la historia, aunque su persona no se despidiera del mundo hasta hace unos días.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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