A estas alturas del partido, que, indudablemente, vamos perdiendo sin remedio, uno se pregunta en qué momento dejamos de ser lo que creíamos –un país normal, moderno, abierto– para convertirnos en esta caricatura negra donde no hay nadie –habiendo tantos– detrás del teatro de guiñol en el que se ha convertido toda la política española. Ya tenemos encima la segunda oleada del coronavirus, con sus muertos, sus cartas de despedida sin destinatario, el miedo como un hecho cotidiano, las mascarillas piadosas, el pánico pegajoso e inmanejable, el presente aciago y un futuro inmediato con música de metales que tocan a funeral. Para asombro del orbe, especialmente de nuestros supuestos prestamistas europeos, hemos dejado avanzar libremente a la pandemia –mientras otros países la controlan– para poner en escena una grandiosa ficción: inventarnos un verano que no es tal, porque medio país está de vacaciones sin estarlo en realidad, un tercio tiembla ante la inminente vuelta del curso escolar –donde veremos contagios entre menores– y el restante maldice la hora en la que el mundo de ayer, como diría Zweig, se fue literalmente a tomar viento, trayendo a cambio ruina y enfermedad, resucitando los fantasmas del pasado, derribando el escasísimo prestigio que atesoraban nuestras instituciones –la Corona, en primera fila de revisión– y mostrando, como en una película de ciencia-ficción, lo asombroso: España ya no existe.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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