El culto al Narciso que (casi) todos llevamos dentro es una herencia singular del primitivo cristianismo, que, paradójicamente, o quizás no tanto, predicaba la humildad como una virtud bastante recomendable. Desde que Agustín de Hipona escribió sus Confesiones, donde trata de explicar su anómala condición de converso, cualquiera que necesita justificarse ante los demás te suelta sin dudarlo un discurso en primera persona. Es una forma peculiar de tortura malaya. Este onanismo del yoes especialmente intenso en el ámbito de la política patriótica, donde los argumentos de antaño se han reducido al ritual recurrente de mirarse al espejo en público. Para nuestros próceres gobernar no consiste en gestionar los problemas colectivos. Basta simplemente con enunciar deseos o prometer la inminente promulgación de cualquier ley que –casi siempre lo intuimos desde el comienzo– no llegará a aplicarse nunca.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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