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Esquinas rotas y geografías tristes

carlosmarmol · 11 marzo, 2017 · Deja un comentario

Montevideo es una urbe extraña. Triste, brumosa, algo desvencijada. Con ese marcado e intenso olor a humedad que, en especial en el Río de la Plata, tiene todo aquello que está viejo no tanto por el mero paso del tiempo, sino porque acaso se haya usado en demasía. Montevideo sufre de a ratos, como diría Cortázar, los hondos males de la garúa(vocablo que viene del portugués, pero que desde hace décadas es término lunfardo; el código rotundo del tango) y padece cierta e injusta condición de periferia.

Garúa significa llovizna. La lluvia breve cayendo sobre la inmensa cabeza de ratónque es esta ciudad semiaustral, un universo que reúne en su geografía interior a más de la mitad de la población del Uruguay, país diminuto cuyo nombre transforma uno de los cuatro puntos cardinales en una categoría (casi) espiritual. República Oriental, se llama a sí misma. Su gente, de origen dispar (Uruguay es un país de inmigrantes), unida casi siempre por la melancolía, acudieron ayer a dar el último adiós a Mario Benedetti, cuyo cadáver, amortajado como un infante senil, se expuso a la vista general en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. Un escenario que se atonja excesivo para un poeta tan humilde y sencillo. Alguien que hablaba como tu vecino (en Montevideo) y que acaso pudiera confesarte una duda íntima:

Me jode confesarlo

pero la vida es también como un bandoneón

hay quien sostiene que lo toca dios

pero yo estoy seguro de que es troilo

ya que dios apenas toca el arpa

y mal.

Alguien cuyo mayor atrevimiento ante lo demás fue salir en una película –El lado oscuro del corazón– vestido de marinero, en un burdel, y recitando su poema Corazón, coraza, en un perfecto alemán. A Benedetti muchos sólo lo conocen como escritor político e intelectual comprometido. Como perpetuo exilado. Incluso hay quienes censuran cierta poesía suya, panfletaria, fruto de unos años en los que aún se soñaban cierto sueños. Nada que no cure el paso del tiempo, que desdibuja los falsos perfiles y esculpe poco a poco el rostro verdadero. ¿Y cuál es el de Benedetti? Acaso el de cronista (doméstico y trágico; siempre lírico) de su ciudad, la única donde los ricos viven en las zonas pantanosas y los pobres en los cerros. Donde la tristeza puede ser tan honda como un agujero negro. Una urbe que, igual que el Dublín de Joyce, no tiene nada de particular y, por eso justamente, resulta ser interesante.

Benedetti la contó en cientos de textos. Desde su primer libro de narraciones, Montevideanos, una suerte de trasunto de la obra Dublineses del autor del Ulysses, a otras obras posteriores, como el poema Dactilógrafo (Montevideo era verde/ y con tranvías). Empieza contando la ciudad encerrada entre dos fachadas con el horizonte de fondo y el cielo de techo (una calle), la ciudad vivida. Pasa a glosar la ciudad gris de oficinistas aburridos –La tregua– donde el porvenir dejó de estar en su sitio. Durante el exilio, como Cabrera Infante, evoca la ciudad perdida. Al regresar en 1985 se da cuenta de todo: si los rostros desaparecen y la calle cambia nuestra vida se convierte en un sueño brumoso. Lo dejó dicho en Currículum, uno de sus mejores poemas:

Usted aprende

y usa lo aprendido

para volverse lentamente sabio

para saber que al fin el mundo es esto

en su mejor momento una nostalgia

en su peor momento un desamparo

y siempre siempre

un lío

entonces

usted muere.

Artículo publicado en Diario de Sevilla

[19 Mayo 2009]

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Ilustraciones: Daniel Rosell