El signo de estos tiempos está marcado por las rebeliones (virtuales o reales, da lo mismo, porque las cosas no son lo que son, sino como nos parecen) de determinadas minorías frente a las mayorías y a ciertos símbolos tradicionales. Las causas, por supuesto, son instrumentales. Lo que palpita bajo este fenómeno, como siempre, es una pugna por el poder y la relevancia cultural. Una guerra formulada en términos antagónicos, donde hasta el interés general –ese patrimonio compartido por todos, incluidos los contendientes– es sacrificado si es necesario para conseguir la victoria. Persuadir, según este paradigma, es cosa de tibios. Se trata de vencer, incluso de aniquilar. Volver a escribir a capricho la Historia, derribar estatuas e instaurar una nueva moralidad, no precisamente benéfica. A su manera, el virus de esta rebelión contra el sistema –que pretende la ocupación de su cúspide, más que su sustitución– ha colocado a la Unión Europea en una situación de crisis de identidad que puede frustrar un hermoso proyecto fundado sobre la concordia. Hace mucho tiempo que las instituciones europeas reaccionan tarde, mal o se inhiben ante problemas capitales. En política los espacios vacíos se ocupan. La incomparecencia nunca es neutra. Tiene costes. El primero ya lo tenemos sobre la mesa: el riesgo cierto de una fractura de la propia idea de Europa, que conceptualmente surgió al amparo del interés comercial para federalizar las relaciones, no siempre pacíficas, entre sus naciones. El peligro real es regresar al origen, pero sin esperanza: consolidar una Unión Europea asimétrica donde, en vez de relaciones políticas, los vínculos sean de rentabilidad. Una Europa de todos frente a otra divergente.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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