Es prácticamente un milagro. ¿Qué cosa? Pues que en estos tiempos de turismo de masas, low cost y ofertas last minute, cuando algunos creen que viajar consiste en hacer excursiones regladas, todavía sobreviva un digno representante de la vieja estirpe del viajero ilustrado. No deja de ser tan extraño como maravilloso. Ya saben: alguien que deja sin dolor, más bien con cierta alegría, el supuesto hogar –si es que existen las patrias– y se marcha, generalmente solo, y con un mísero billete de ida o una bolsa de ropa vieja, a cumplir con el hermoso sueño que algunos, casi todos, tuvimos de niños: poner de pie un punto en el mapa. Ser capaz de representar físicamente lo que hasta entonces no era más que un nombre. Un sitio cualquiera. Un espacio desconocido.
No queda ya mucha gente así. El holandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933) es uno de ellos. Probablemente, el mejor. Quizás justo por eso no sea el más conocido de su raza, en la que abundan los diletantes y aquellos que se presentan a sí mismos como protagonistas de hazañas tan asombrosas como, generalmente, inverificables. En la literatura de viajes –que es la literatura propiamente dicha; Homero lo enseña en La Odisea– lo difícil no es tanto llegar vivo a un lugar recóndito o vivir una aventura digna de una novela. Lo complicado es saber extraer la verdadera sabiduría del espacio, a veces de consideración menor, al que se viaja. Su esencia. Aunque sea la esquina que está justo al lado de casa. Nooteboom lo ha hecho en reincidentes ocasiones. De hecho, vive del oficio de andar y contar. Y no le va mal: tiene casa en Holanda, Berlín y Menorca. En su tierra hay quienes le postulan para el Premio Nobel. Él, sin embargo, sigue con lo suyo: viaja y escribe. No es poco. Parece (casi) un hombre libre.
La editorial Siruela reedita ahora en un volumen especial, motivado por el Xacobeo 2010, el mítico libro que en 1992 le dedicó a España, donde lleva años viniendo. Un volumen deslumbrante que se llama El Desvío a Santiago. Una joya que es (casi) un género en sí mismo, al ser ejemplo de la forma de concebir el viaje de Nooteboom: tránsitos por carreteras secundarias, extravíos, desvíos, desvaríos y, en general, una búsqueda por senderos accesorios. Territorios sin hollar. Sin anuncios ni postales. Su estilo es libre. Justo lo contrario de los autores de la escuela inglesa de viajeros, en los que el viaje tiene un sentido lineal y el relato es casi siempre un río razonable. Sin meandros. Nooteboom, en cambio, es sinuoso. Complejo. Su itinerario español pasa –obviamente– por Santiago, pero discurre también por otros lugares, geográficos y mentales, diferentes a Compostela.
El holandés errante vagabundea a capricho por la España íntima, interior y auténtica. Un país duro, árido, cruel. Donde el viajero descubre –todavía– una raíz singular que le hace decir, para disgusto de muchos políticos, que España no es Europa. De hecho, ni siquiera es España, si se entiende a ésta con el prisma del mito fundacional de los Reyes Católicos. España parece una atractiva y caótica suma de contrarios. Un capricho mestizo. Nooteboom tiene perspectiva suficiente para sostener dicha afirmación. Viajó a nuestro país por primera vez en 1954. Desde entonces regresa todos los años. En aquellos tiempos, con algo más de 20 años, dejó sin dudar el banco en el que trabajaba de recadero en Holanda y se fue a vagar en autostop por el Viejo Mundo. Fue el inicio de su deambular vital, que le ha llevado a otros sitios. Mali. Bolivia. Incluso Aragón. A los cientos de cementerios por los que se reparten los huesos de sus poetas preferidos, itinerario del que tiene otro magnífico libro monográfico.
Italia, en esta primera incursión en tierras hostiles, le deslumbró. España, por contraste, le pareció tosca. “Parecía vieja, intocable y obstinada”. Un territorio que no fluía en absoluto, que debía ser ganado. En el que la gente –pensaba el holandés– había construido una cultura terrible y frugal sobre el principio bíblico que se adjudica a Lucifer. Non serviam. Con el tiempo, nuestro país pasó a convertirse en un lugar amado para Nooteboom. Quizás porque en la vida sólo las cosas difíciles merecen la pena. No hay victoria sin conquista. Y la conquista sin resistencia es imposible. “España no se entregaba al viajero; necesitaba ser conquistada”, explica el escritor, que lleva 30 ediciones de su libro español, traducido a 16 idiomas. Justo sería decir que buena parte de la imagen que nuestro país tiene entre nórdicos y alemanes –su principal mercado– se debe a la mirada sabia y sobria de este holandés.
¿Cuál es su visión de España? La que se descubre al viajar sin rumbo. Sin documentación. Nooteboom sencillamente va a los sitios. Los siente. Se documenta sobre el terreno. En librerías provinciales, donde encuentra todo lo que falta en el mercado literario global, falsamente inmenso. Investiga, se informa, aprende. Después se pone a escribir despacio. La España que aparece en El Desvío a Santiago es ésta. No es el país de las infraestructuras rutilantes ni del Levante arrasado por las inmobiliarias. Es la nación de Soria –una ciudad de la que todo el mundo huye–, de Teruel, de Roncesvalles o de Astorga. Un lugar capaz de ver nacer a gente como Zurbarán o Velázquez e ignorarlos; donde la última metáfora del imperio español está lejos de todos sitios (el monasterio de Guadalupe), cobijada por el océano de tierra de la meseta. Y donde el personaje literario mayor –El Quijote– parece ser tan real, siendo mentira, como el territorio de La Mancha.
Nooteboom no se recrea en ortodoxias. Viaja a Trujillo, donde encuentra claves de la conquista del Perú –su héroe, Pizarro, reposa en la catedral de Lima en un sencillo ataúd de madera en una capilla secundaria–, a Navarra o a un villorrio de León. Incluso pasa por la aldea de El Rocío, donde en lugar de la quietud de Doñana se topa con una romería caribeña. Tan vitalista como falsa. En todas partes ve interpretaciones interesadas de la historia. Y se pregunta que, quizás, la historia no tenga en realidad intenciones. Esas son cosas que sólo fabrican los hombres.
La historia sencillamente sucede. Viajar consiste principalmente en esto: encontrar los lugares donde están retenidas las emociones de otros que, como nosotros, pisaron antes esos espacios sagrados. A veces es una iglesia –San Juan de la Peña–; otras, un río. En ocasiones, un cuadro. Muchas son historias paradójicas, como la del rey más poderoso del orbe, Felipe II, que murió devorado por los gusanos de su propio cuerpo en un aposento del monasterio de El Escorial. Estampas de un país de reyes y enanos. De bufones y de santos. Una España que, creyendo ser moderna, aún no ha dejado de ser lateral y distinta.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[7 Junio 2010]
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