“Ni siquiera los amigos deben ver a los ladrones cuando están en su guarida”. La frase, extraída de Alfanhuí, su primera novela, una fábula fantástica, el único libro de su obra que, con su modestia carpetovetónica, consideraba que realmente merecía el aprecio literario, al contrario que los demás, retrata bastante bien a este huraño ogro del barrio de la Prosperidad (Madrid), señor sombrío del verano en Coria (Cáceres), una infancia –lejanísima– en un palazzo destruido por el tiempo y el desencanto, y unos ancestros –el intelectual falangista Sánchez Mazas, superviviente casual de su propio fusilamiento; y Liliana Ferlosio, hija de un banquero del Vaticano–, que construyen, sumados, los elementos de una biografía atrabiliaria e imposible de repetir en estos tiempos llenos de simulacros. Rafael Sánchez Ferlosio fue –hasta ayer– un personaje irrepetible. Probablemente el mayor de los escritores del castellano peninsular. Un clásico indudable. El último de los niños de la guerra. Representante terminal de los escritores de nuestra gris posguerra de gasógeno y hambre. Y nombre señero de eso que durante un tiempo se llamó Generación del 50. Y quizás, junto a García Calvo, con quien compartió círculos de intereses y experimentos químicos, uno de los grandes cultivadores de la literatura de ideas, capaz de escribir con maestría en un español argumentativo, poblado por frases que funcionan como esqueletos de pescado.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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