En el océano de espejismos políticos alimentados por la crisis del coronavirus, que forman una legión de sombras contradictorias, hemos visto a las autonomías, un día sí y otro también, librar una carrera absurda por abandonar antes que nadie el desconfinamiento por fases. Decimos absurda porque, si examinamos los datos sanitarios, que son los trascendentes –de ellos depende la desescalada y el impacto económico de la pandemia–, lo cierto es que ahora, paradójicamente, existen exactamente las mismas razones para encerrarnos que hace dos meses, cuando se inició esta inmensa pesadilla. O todas o ninguna. El confinamiento no ha solucionado ni uno de los problemas de salud asociados al virus, que no tiene cura –sólo permite cuidados paliativos– y continúa con la misma potencia de contagio que a principios de año. Dos meses después de que el cielo cayera sobre nuestras cabezas –como temían Astérix y Obélix, los personajes de Urdezo– han muerto 27.563 personas y la estafa de los geriátricos, desvelada en Crónica Global por el compañero Ignasi Jorro, ha emergido con todo su espanto. Los estudios de seroprevalencia, proyecciones de los efectos del coronavirus en la población, han confirmado ya que no habrá inmunidad de rebaño y que la hipótesis de un rebrote no sólo es posible, sino probable.
Los Aguafuertes en Crónica Global.
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