Es seguro. Casi ninguno respondería si nos oyeran decir su nombre. Por prevención ante la ley o por una simple cuestión de carácter. Lo suyo era otra raza. Mejor usar un mote, un apodo. Ser apenas una sombra. Dioses negros encarnados en la piel de sencillos aparceros, jornaleros, contrabandistas. Buscavidas, balas perdidas, vagabundos. Carne de cañón. Su origen exacto no siempre está claro. Su pasado acostumbra a ser difuso, cuando no inquietante. Mejor así: todo facilita la leyenda. Procedían de un mundo antiguo, comunal. Viejo y raro. Trasterrado, reinventado una y mil veces en otros espacios: las cabañas de las plantaciones, las celdas de los presidios, oxidadas estaciones con trenes herrumbrosos a punto de salir, decrépitos almacenes de ladrillo roto, depósitos de material desfasado.
Son los músicos de blues. Y sobre ellos ha escrito un libro deslumbrante Ted Gioia, un ensayista luminoso que también es músico (de jazz). Ahora se publica en español por primera vez gracias a la editorial Turner, que en su momento dio a la imprenta –esa máquina prodigiosa que algunos quieren sustituir por un artefacto de bolsillo– su emocionante itinerario por los meandros y senderos de la música secular que nació junto al Golfo de México, en el barrio de Tremé o en el famoso Storyville de la antigua colonia de Nueva Orleans, donde todavía tienen el buen gusto de tocar música humorística en los entierros.
La cartografía del blues es más sombría que la del jazz. Diminuta pero apasionante. Brota directamente de la tierra. De la vida. Y como ambas a es amarga y primitiva. Sin ornamentos. Llena de disonancias. Repetitiva y espiritual. Esta historia comienza, como todas las historias, en un sitio concreto. Un lugar. Igual que las grandes civilizaciones antiguas, brota en un insólito territorio pobre, escueto, sin otro paisaje que la línea recta del horizonte, los inmensos campos de algodón salvaje y la devastación provocada por las crecidas del Mississippi –el célebre río de Mark Twain– y el Yazoo. Trescientos kilómetros más o menos. Mal contados. Hacia el Este, una lengua de tierra de cien más. En este espacio de aldeas diminutas, donde la esclavitud y la segregación racial se hicieron fuertes demasiado tiempo, entre finales de la era decimonónica e inicios de la última centuria, nació la música bárbara cuya raíz original se sitúa en África (en el Níger, donde los rapsodas se llaman griots) y que vino a trastocar el mapa de los sonidos del siglo recién cerrado hasta convertirse en uno de los nutrientes de la cultura contemporánea. El Delta. Sin más adjetivos.
Por supuesto, igual que ocurrió con los apóstoles tras salir de Galilea, la doctrina ha tenido, sobre el eje de los itinerarios trazados por las migraciones de los esclavos negros, un sinfín de variantes, reformulaciones y escuelas que se arrogan –como todas– la encarnación del dogma verdadero. Piedmont, Texas, Detroit, el Chicago del South Side. El blues ha ido creando así su propia red topográfica en todos los lugares por los que ha pasado, procreando a veces hijos bastardos y mutando, sin llegar a perder su raíz primigenia. El sentimiento. Si se anda el camino de la diáspora a la inversa, todos los itinerarios conducen, y de eso nos habla Gioia, a una geografía de villorrios similares a los de las novelas de Faulkner, situados en mitad de ninguna parte. En estas aldeas del Mississippi profundo es donde un grupo de músicos ambulantes, recogiendo la semilla de sus mayores, destilaron las fórmulas clásicas de un arte cuya esencia consiste en vagar e ir contando por ahí (en este caso con escalas pentatónicas de doce compases; ayudados por los sonidos que pudieran arrancarse con una técnica escasa de diminutas guitarras de metal) historias cotidianas protagonizadas por héroes (siempre en apuros) anónimos. Ellos. Nosotros. Todos los hombres.
Igual que la literatura clásica, el blues cuenta con sus motivos recurrentes. Los mitos de la [mala]vida. Crónicas de caída y redención. Los primeros sermones para la congregación solían versar alrededor del desarraigo, la soledad, el Apocalipsis del día a día, la libertad y la incertidumbre del vagabundo ante el diablo, encarnación de todos los males terrenales. Asuntos tan universales que difícilmente podríamos dejar de llamarlos eternos. Si se mira bien, los relatos de los bluesmen tienen más en común con las evocaciones in media res de los vates griegos y con los poetas simbolistas franceses que con cualquier otra tradición.Los músicos de blues, en realidad, no cantan. Frasean. No tocan la guitarra. Le arrancan las notas. Su armonía es relativamente escasa. No escriben su música en partituras. La tocan. ¿Cómo diablos se escribe en un pentagrama el pinzamiento de una cuerda? Tampoco narran historias completas, con principio y fin. Evocan más bien un registro mental, un estado de ánimo, un hondo sentimiento de pena y quebranto, pero dejando siempre en penumbra las causas, los motivos y las razones de su dolor. Como si la congoja fuese una lluvia eterna. Demasiado pesada para contarla de una sola vez.
El milagro es que sus plegarias de forajidos hayan podido conservarse. Que se registraran en discos grabados en estudios improvisados, a veces en galpones, con apenas un par de tomas por canción y en los que, sólo en ocasiones, irrumpe el ruido de un ferrocarril cercano. Si este arte efímero y frágil ha perdurado es por azar. Suerte. Todo conducía a su extinción. Sus creadores no hicieron demasiado por fijarlo, probablemente porque no creían mucho en su propio porvenir. Su primera partitura está datada en 1912. Saint Louis Blues. Música orquestal, cercana al jazz, que tuvo su influencia en los salones de las grandes urbes de Norteamérica. En realidad era una mera recreación. El verdadero blues, el inmemorial, no empezó a grabarse hasta los años 20 y 30. La era dorada terminó con el crack del 29, que destrozó a las discográficas y frustró las carreras de sus evangelistas, que volvieron a trabajar en el campo, en garajes, en fábricas.
Los músicos de blues son pura literatura. Tocaban en antros, por los caminos y en las encrucijadas. Un día iban a la droguería: en ellas se vendían los primeros discos. Llegaban como fantasmas y pedían una audición. Nunca daban su nombre real al intermediario. Por si acaso. Dejaban presa su música en los surcos en unos pocos minutos y se esfumaban. Volvían entonces a los caminos, a las tabernas, a tocar ante auditorios de veinte personas. Décadas más tarde aquellas grabaciones aparecían llenas de polvo y dejaban a todos boquiabiertos. Asombrados. ¿Cómo podía expresar tal desolación un campesino? Ulises también se disfrazó de pordiosero cuando llegó a Ítaca. W. C. Handy, el autor de la primera partitura, encontró un día de 1903 en la estación de Tutwiler a un harapiento negro que tocaba la guitarra con un cuchillo (el slide). “¿Qué haces?”, preguntó. “Blues”, le dijo. ¿El diablo? Posiblemente.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[15 Agosto 2010]
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