El hombre es el estilo, proclamó el conde Buffon una mañana de agosto de 1753 ante el docto y selecto auditorio de la Académie Française, cuna y placenta del idioma en el que escribieron Montaigne, Gide y Proust. Buffon, por supuesto, no se llamaba Buffon (que era su título, no su nombre), sino de otra forma mucho más terrestre: Georg-Louis Leclerc. “La gloria”, sostuvo ese día ante los inmortales de las letras, “no es un bien si uno no es digno de ella”. Francisco Umbral (1932-2007), último héroe de la estirpe de los grandes escritores de periódicos, poeta camuflado bajo un océano de prosa esculpida en columnas, libros, crónicas, diarios, auténticas entrevistas inventadas o memorias (“algo hay que hacer, coño, algo hay que hacer”, escribía en su excelente Trilogía de Madrid), nunca llegó a la Academia de la Lengua, pero no le hizo falta la sanción académica, que sin duda ambicionó desde su eterna condición de niño grande de la inclusa (hijo de madre soltera, fruto de un adulterio secreto), para trazar una raya en el agua de la literatura entre finales del franquismo y los albores de la democracia. Umbral era algo así como un agente doble: por un lado, el escritor (muy profesional) que actuaba como tal con obstinación, movido por un resorte oculto; por otro, Pérez (su verdadero apellido) que era el esqueleto, por lo general demasiado sensible a los fríos, que lo cobijaba.
Las Disidencias en The Objective