Los obituarios últimamente se han convertido (casi) en el único género posible de la crónica literaria, redundancia expresiva y, en este caso, pertinente si hablamos de metaliteratura: aquella que trata de los demonios ocultos que se esconden bajo de los libros. En lugar de descubrirnos los aciertos de la narración, la singular visión del escritor, la técnica utilizada o el mensaje de los libros, los periódicos, en los que ya no se escribe desde hace tiempo la prosa deslumbrante de hace algunas décadas, señal quizás de que por eso se van a ir muriendo poco a poco, se han llenado durante los últimos días de mayo con los réquiems de ocasión –unos magníficos, otros hechos para salir del trance– por el deceso (repentino, como casi todos) de Carlos Fuentes, uno de los grandes escritores mexicanos canónicos. Un hombre de la estirpe de Alfonso Reyes (ensayista deslumbrante), Octavio Paz (el demiurgo tranquilo) o Mariano de Azuela, a cuyo nieto, Francisco, conocí brevemente (por suerte para ambos) en una memorable noche de parranda y alcohol, llena de mezcal y tequila servido primero en los sillones de tercipelo de las boites de los hoteles de lujo y después en las cantinas más infectas de Guanajuato, trasunto de paraíso en la Nueva España. Noche tenebrosa y memorable que pasamos hablando de la revolución. Mexicana, por supuesto.
Tras la experiencia nocturna con el nieto del mejor novelista de la revolución agraria (Los de Abajo, su obra mayor, es un magnífico retablo sobre aquellos tiempos de desorden y anarquía) llegué a la conclusión de que México, la nación mayúscula del Nuevo Mundo, es totalmente inaprensible. No se abarca. Uno persigue la imagen histórica de aquel sitio, ansía contemplar la totalidad de sus múltiples caras, dibujar el círculo perfecto sobre los mitos del pasado y siempre se le escapa la víctima, igual que el tiempo entre los dedos. Poco después de llegar a esta intución leí, casi por azar, La región más transparente, de Fuentes, génesis de toda la novela urbana mexicana contemporánea. Un libro difícil y, precisamente por eso, deslumbrante. Ahora que Fuentes ha pasado (es de suponer) a mejor estado, recuerdo lo que pensé cuando terminé aquel tomo del Fondo de Cultura Económica (FCE), edición de 1958, que encontré, también por casualidad, en una biblioteca pública (el templo del saber cotidiano) en el hermoso pueblo de San Miguel de Allende, a unas pocas horas de distancia en coche de la sublime Guanajuato: ya no se escriben libros así. Ni de lejos.
Es cierto. Hace décadas que no se hacen ni se publican obras con la voluntad de totalidad de la primera novela de Fuentes, que hizo su particular Rayuela (por otros senderos distintos a los de Cortázar) con apenas 30 años, edad leve pero suficiente para mostrar, por primera vez en la literatura americana del Sur (de Río Grande), que las urbes hispanoamericanas, previas incluso a la conquista, se habían convertido por completo, como casi todas las ciudades-universo, en un maravilloso pergamino de múltiples e infinitas lecturas. Las ciudades agrarias, del maíz primero, de la colonia después, se habían hecho modernas. Contemporáneas. Desde entonces hasta ahora, el DF –la capital federal de los Estados Unidos Mexicanos– no ha hecho sino mutar, extenderse, arrasar (como arrasa la vida a su paso) con todo lo que ha encontrado en su sendero. Ahora es una ciudad peligrosa, inquietante pero fascinante. En su interior habita una suerte de jungla contemporánea: un espacio donde la vida y la muerte se suceden sin problema alguno, de forma simultánea, constante, indiferente a los habituales sentimientos de pena, nostalgia, dolor y asombro. Fuentes nos contó en su libro la historia de aquella región transparente (el mito original de la urbe azteca) a partir de la década de los 50 del pasado siglo, superponiendo historias, capas, cortes de tiempos, espacios, sucesos y tragedias.
En cierto sentido fue una obra hija de su época: experimentaba con el lenguaje (la variante mexicana del español), la temática, la estructura y con todo lo que podía. Así construyó un relato coral de la vida en un enclave mítico que, si todavía guarda tal condición, es sencillamente porque no ha dejado de reinventarse, incluso sin quererlo. La suya es una novela mural de una nación que construyó su imaginario independiente (a través del pincel de Diego Rivera) haciendo murales coloristas en los palacios construidos por Hernán Cortés. La semilla de la nación extraña que nació de la mezcla entre lo indígena y lo europeo sigue fija en esas pinturas. Quizás haya quienes piensen que esta forma de literatura con la que se estrenó Fuentes ahora no es viable, que no sirve para reflejar nuestra época. No sé la razón, pero en estos tiempos de la novela histórica amable, de evasión, y de mitos culturales escasamente trabajados, asusta a demasiados la dificultad que implica sumergirse en una obra tan colosal como aquella con la que Fuentes decidió salir a la luz y a la literatura. Los editores, sin duda, la encontrarían hoy imposible; su viabilidad comercial sería cuestionable, y probablemente, incluso con algo de suerte, estaría destinada a un sello editorial diminuto, provinciano.
Señal palpable de que nos hemos empobrecido culturalmente en las décadas en las que lo material nos sobraba. De lo pequeño que hemos hecho el mundo, que ya sólo concebimos a través de apenas 140 caracteres. Y, sin embargo, experimentos como La región más transparente, puro neobarroco mestizo, un collage con vocación de rompecabezas, porque la realidad que pretendía enseñar era tan caótica que resultaba imposible de ordenarla por medios ortodoxos, ha sobrevivido a los años (y a nosotros mismos; tan distintos de entonces) por su magistral apuesta por jugar con el tiempo, el único vicio permanente que (desde su publicación) seguimos practicando. Todavía ahora, en cualquier sitio, en cualquier lugar, seguimos enredados con el hilo conductor que Fuentes utilizó en su novela: la reflexión sobre la propia realidad, el misterio más permanente, a partir de un pasado que nunca termina de morir, y que condiciona nuestros días, y un presente tan extraño y violento como el que vivimos en esta hora. Fuentes se nos ha ido hace unos días. Es cierto. Pero nos ha dejado su herencia: el DF como la metáfora del universo. Un regalo agrio que nunca podremos agradecerle lo suficiente.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[21 mayo 2012]
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