Fue un “bachiller aplicadito”, según sus propias confesiones crepusculares, publicadas por la revista La Esfera bajo el irónico título de Memorias de un desmemoriado, que dictó, siendo ya completamente ciego y, por supuesto, absolutamente pobre, como corresponde a cualquier intelectual español. En ellas no cuenta ningún detalle personal, haciendo honor a la sabia costumbre de situar entre su intimidad y la atención de los demás una muralla, a ser posible china. “Las confianzas con el público me revientan. No me puedo convencer de que le importe a nadie que yo prefiera la sopa de arroz a la de fideos…”, le escribió en su día a Leopoldo Alas, el Clarín de nuestras letras. Benito María de los Dolores, cuyo nombre completo parece una fábula mágica, tan divertida como su extraña condición de isleño mareante –que es lo contrario a un perfecto marino, alguien que se marea nada más dejar de pisar tierra firme–, sentía una mística devoción por las señoritas y por el trasiego de las calles. Se cuenta que su familia, aprovechando los posibles de la rama de ultramar de la estirpe, lo mandó a Madrid a estudiar Derecho para alejarlo de Sisita, su hermosa prima cubana, cuyo verdadero nombre era María Josefa Washington de Galdós, que fue entregada en un repugnante matrimonio de conveniencia a un insigne prohombre en Trinidad, la perla colonial de la mayor de las Antillas.
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