La vida de Galdós es una incógnita encerrada bajo siete llaves. Un inmenso secreto a la vista. Una elipsis. Su misterio, objeto de sendas biografíaspublicadas al calor del reciente centenario de su muerte –la primera, escrita por Francisco Cánovas Sánchez (Alianza); la segunda, obra de Yolanda Arencibia (Tusquets)–, reside en la paradójica combinación entre el arte de dosificar la intimidad personal y el contrapunto de una obra descomunal, que posee la virtud de retratar la España de su época a través de la ficción, mezclando el interés popular con un discreto sentido de la vanguardia –a la manera decimonónica– que malévolamente han pasado por alto buena parte de sus ilustres detractores. Una de las señales del éxito, aunque sea humilde, es la envidia (no correspondida). Galdós tenía muchos enemigos poderosos, entre todas las orillas culturales y políticas, no tanto por lo que fue (un señor consagrado a hacer su obra), sino por lo que escribió, capaz de irritar a los poderes fácticos de su tiempo hasta el punto de ser motivo de una conjura –exitosa– para que le denegaran el Premio Nobel. Todo ya esto se sabe, por supuesto. También se conoce la calamitosa situación económica que padeció en el ocaso de su vida como consecuencia de su ingenuidad como administrador de su propia carrera y el intento –fallido– de convertirse en editor de sí mismo para liberarse del mezquino (entonces y ahora) mercado editorial.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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