El arte de la novela, entre otros talentos mayores, exige dominar la inteligente dosificación de los enigmas y poseer una administración creativa de la ambigüedad. En los relatos de ficción debemos desentrañar un misterio que nunca termina de desvelarse por completo. Persiguiendo este objetivo, en el camino, nos topamos con otras cosas. A primera vista no parecen esenciales, pero terminan convirtiéndose en trascendentes. La literatura no es sólo el arte de decir bien. Es, sobre todo, la capacidad de sugerir. La ficción no enseña, muestra; en vez de pontificar, siembra dudas. Entonces es cuando nos atrapa en un universo mágico –rutilante o escabroso– que es una copia exacta del mundo real, hecha con un sinfín de mentiras. Probablemente una de las novelas que mejor ejemplifican este ejercicio es El gran Gatsby, una fábula sobre la hipocresía social y los sombríos espejismos del sueño americano. Escrito hace casi un siglo por Francis Scott Fitzgerald, este libro desconcertante, publicado por primera vez en 1925 por la editorial Charles Scribner’s Sons, condensa en sus escasos nueve capítulos –que ocupan menos de doscientas páginas– el espíritu de una época, el retrato de un país, una galería de personajes equivalentes a nuestros iguales y una capacidad lírica extraordinaria.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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