El anhelo (secreto) de los intelectuales heterodoxos es convertirse (algún día) en ortodoxos. Todos los disidentes, sobre todo los profesionales, pertenecen a una de estas dos estirpes: por un lado están los apocalípticos sinceros, que impugnan el mundo en el que habitan movidos por la convicción, la fe en sus valores y un loable espíritu combativo –poca broma: la Historia es generosa en episodios donde se nos relata su martirio y exterminio–; por otro tenemos a los integrados in fieri, aquellos que hacen industria de su rebeldía con la confianza de que, una vez hayan sido derribadas las inmensas y vetustas columnas del templo de Jerusalén, igual que hizo Sansón, podrán alzar un tabernáculo acorde a su gusto. No son familias incompatibles: a menudo ambas se entreveran y se confunden a lo largo del tiempo. Agustí Calvet (1887-1964), más conocido por el pseudónimo de Gaziel, dedicó su tesis doctoral (en filosofía) a la figura de Fray Anselmo Turmeda, un fraile mallorquín de la orden franciscana que vivió entre el siglo XIV y el XV. Turmeda fue un personaje singular: escribió indistintamente en catalán y en árabe y, tras renunciar a la fe católica en favor del Islam, se refugió en Túnez, donde ejerció como traductor comercial (trujamán) y dirigió la aduana portuaria. La elección del personaje no parece casual: un teólogo bilingüe, hombre sabio del Medievo, capaz de combinar la alta cultura con la utilidad secular del comercio. Casi se diría que Turmeda fue una especie de lejanísimo precursor del catalanismo cultural que profesó Calvet desde tiempo antes de convertirse en uno los periodistas más brillantes de España a comienzos del siglo XX, junto a personajes tan colosales como Julio Camba, Manuel Chaves Nogales, Eugeni Xammar, Josep María de Sagarra, o Josep Pla.
Las Disidencias en Letra Global.
