La diferencia entre un buen y un mal escritor de periódicos –que no otra cosa somos los periodistas– se percibe en apenas una cuartilla, en el quicio de un párrafo, en la elección de un adjetivo. Nuestro oficio es efímero y fugaz, pero a veces nos regala esa eternidad involuntaria que consiste en seguir hablando en una página muda cuya sinfonía interpreta la maravillosa orquesta de la sintaxis años después de que hayamos muerto. Pocos son los periodistas que han logrado este milagro: sobrevivir a sus días trascendiendo su condición de documentalistas, voces de un tiempo y un espacio concretos, relatores de esa forma de prosaísmo que denominamos la actualidad, por no llamarla la vida, la única realidad que tenemos enfrente.
Las Disidencias del martes en #LetraGlobal
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