Los filósofos de la literatura son unos tipos extraños. Hablan en jerga, inventan taxonomías y consumen los escasos sesos disponibles (suyos y ajenos) en intentar definir (siempre por aproximación) ese arcano que los antiguos llamaban poesía y nosotros conocemos con el vulgar nombre de literatura. Además, no se puede decir que tengan éxito: cada nuevo libro que se publica sobre poética, disciplina conocida académicamente como teoría de la literatura, comienza indefectiblemente asumiendo la imposibilidad de la misión que se proponen. Visto lo cual, quienes eligen dedicarse a esta cuestión o están locos o son sencillamente unos desequilibrados. Gérard Genette, el pensador francés que la pasada semana puso el punto final a la gran novela de su vida con 87 años, no era lo primero ni tampoco lo segundo. Podríamos definirlo más bien como un sabio extraño que consumió el tiempo del que dispuso en la Tierra tratando de encontrar respuestas al misterio de lo literario. Una labor cuestionable desde el punto de vista práctico –es innecesario saber en qué consiste la literatura para apreciarla– pero que, como todos los saberes inútiles, nos enseña a pensar sin muletas intelectuales. Y nos hace mejores.
Las Disidencias del martes en #LetraGlobal
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